Juan Álvaro Montoya


Subyuga la presencia de Dios en nuestra existencia. Solo su figura resplandece ante los embates inesperados del destino, frente al infortunio de advenimientos que mantienen una burla socarrona con un dolor que lacera el alma y aun cuando la lobreguez de la noche impide ver el porvenir. Quienes confiamos en él y en su voluntad sabemos que su misericordia es constante para todos, que no se aparta y que su mano, generosa y rica, prodiga favores para sus hijos, creamos o no en él “… porque Él hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos”.
Cuando párvulos, nos enseñaron sobre un Dios misterioso, distante, ajeno a esta pobre humanidad. Ese ser inmortal se convirtió en una referencia mística a la que, suplicantes, solo podríamos acercarnos cada domingo para expiar culpas que agobiaban la conciencia. Fueron necesarios muchos años y un camino de yerros para comprender que esta narrativa fabulosa nos aleja de su verdadera esencia: un padre real, cercano, amoroso, que cuida de su obra y que acompaña estos senderos, un Dios con nombre real (pronunciado a Moisés frente a una inexplicable zarza ardiente) que ha dado muestras constantes de su poder en nuestra vida, siempre dispuesto a recibir oraciones sinceras y que habla al corazón sin cesar.
Pero esta percepción no es universal. Muchos, en pleno ejercicio de su derecho a la libertad de culto que protege estas mismas palabras - que son la manifestación íntima de quien esto escribe –, profesan credos diversos que gozan de plena protección constitucional. De ellos se reciben censuras, críticas o una simple expresión de indiferencia. Sin embargo, cuando es el máximo jerarca de la Iglesia católica quien da pasos hacia el desconocimiento de Jesucristo como “Autor y consumador de la fe”, las circunstancias toman otro camino que pareciera tener visos políticos.
En agosto de 2019, bajo el liderazgo el papa Francisco, se creó el “Comité de Fraternidad Humana”, conformado por los máximos representantes del catolicismo, el islamismo, el protestantismo y el judaísmo, para el cual se levantaría la “Casa de la Familia Abrahámica” con sede en Abu Dabi. Esta iniciativa, noble desde un punto de vista mortal, busca ahondar un largo proceso de unificación religiosa iniciado hace más de tres siglos, que ha recibido un notable impulso durante el actual pontificado. Bajo el amparo de este proyecto en un futuro no muy lejano, se darán pasos ciertos para mantener la fe de cada pueblo en un ámbito privado, de manera que la manifestación pública de sus creencias no violente la libertad de otros. Arropados en tales premisas no sería descabellado suponer que se comiencen a limitar y eventualmente suprimir expresiones cotidianas como “Por Jesucristo” por resultar ofensivas y atentatorias contra el humanismo global. Finalmente, la creencia en la “Trinidad” como hoy la profesamos, podría resultar punible para las sociedades futuras.
Prueba de ello resulta el hecho que el papa Francisco, ha suprimido su título de “Vicario de Cristo” del anuario del Vaticano del 2020, el cual rigió sobre el Sumo Pontífice desde hace 1.400 años; manteniendo en todo caso, como uno de los títulos históricos, el de “Pontífice Romano”. Este hecho insólito fue calificado por el cardenal Gerhard Müller, exprefecto para la doctrina de la fe, como un “barbarismo teológico”. Evidentemente este es un paso cierto en la dirección errada, pues confirma lo que parece ser la intención de hacer parte de una plataforma universal “humanista”, donde se rechaza la condición de Jesucristo como hijo de Dios, pilar inmutable de la fe cristiana.
No dejo de ser consciente que estas palabras las rechazarán agnósticos, ateos y otros afines a cultos diferentes quienes, incrédulos de la naturaleza espiritual que acompaña esta carne, solo dan valor de certeza a lo que perciben los sentidos. Para ellos prima el “hombre” ante Dios y aplaudirán las políticas ecuménicas que se vienen presentando en torno a una religión única global. Por nuestra parte, parodiando a Nietzsche, solo podremos expresar con la certeza de la fe que “¡Dios no está muerto! ¡Y nosotros no podremos matarlo!”.
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