José Jaramillo


“Una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa”, dice la filosofía artesanal, la más acertada para entender lo que piensa la opinión pública, confundida frente al manejo que se le da al Estado. El descrédito de los políticos, que ellos han ganado merecidamente, contrasta con la admiración que capitaliza la tecnología, cuyos oficiantes, expertos en alquimias y malabares, mantienen al vulgo con la boca abierta. Mientras los políticos pierden credibilidad, los técnicos ganan admiradores. Don Ramón de Campoamor advirtió que “(…) en este mundo traidor nada es verdad ni mentira. Todo es según el color del cristal con que se mira”. La política es el arte de gobernar. Y la técnica es una herramienta de los gobiernos. Pero como los valores se voltearon patas arriba, las argucias de los dirigentes, a su conveniencia, invirtieron los términos; y a la filosofía, la sociología, el sentido común y demás ingredientes humanísticos para buscar el bienestar de los pueblos se impusieron las matemáticas, el mercado, el producto bruto, la regla fiscal, el crédito especulativo y el consumo. Con el agravante de que los políticos, improvisados en los barrizales del clientelismo, no entienden ni lo uno ni lo otro pero manejan y controlan todo. Y el elector los apoya con el voto comprado, como el que chapalea en la arena movediza, para hundirse cada vez más.
El liderazgo, cuando ejerce la autoridad, debe estar precedido de sabiduría y buen ejemplo. Pero sabiduría, no de saber cosas puntuales, que es erudición, sino de poseer el líder sentido común, capacidad de discernimiento y buen juicio para tomar decisiones y formar equipos de trabajo. El político, investido de poder, con ideas claras acerca de lo que quiere para sus gobernados, se inspira en el conocimiento de la gente y en la identificación de sus necesidades; y para gobernar con eficiencia debe apoyarse en técnicos de diferentes especialidades; financistas que orienten acertadamente el manejo de recursos económicos; educadores que sepan conducir los talentos por caminos de superación personal y utilidad social; científicos que solucionen los males de la salud; constructores para crear infraestructura física; y juristas que diseñen la normatividad legal necesaria para ordenar los procesos administrativos, hacer que se cumplan y castigar a los infractores. Un político, que por naturaleza posea el arte de gobernar, orienta los procesos antes descritos, escoge a quienes debe ejecutarlos acertadamente y vigila que los objetivos se cumplan. Lo que ha pasado de un tiempo acá, que se expresa con el ay-ay-ay de los pueblos, es que los tecnócratas, por “aviones”, se apoderaron de los gobiernos; y los políticos se entregaron a ellos, por incapaces.
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