José Jaramillo


“El sabio siempre estudia, porque es lo que sabe hacer.” Eso dijo Mefistófeles -según Goethe, que sabe más por viejo que por diablo. Y otro aforismo de menor alcurnia, más pedestre -téngase en cuenta que Mefistófeles es ángel del mal, pero ángel, de todos modos- asegura que “el que tiene más saliva traga más hojaldre”. Esas dos reflexiones justifican el poder de la palabra, en todas las actividades sociales, políticas, religiosas y demás, por la contundencia del conocimiento y por la fuerza del discurso, que alelan auditorios, penetran conciencias y mueven voluntades.
En el sistema político y administrativo colombiano, por influencias remotas de griegos y romanos; y por otras más cercanas de hispanos, especialmente andaluces, abundan los vericuetos jurídicos y es común la dilación innecesaria de las decisiones, cuando los personajes llamados a tomarlas se expanden en argumentos, para crear marañas de opiniones que confunden. Eso, en Colombia se ha dado en llamar “santanderismo”, refiriéndose al prócer de la independencia americana, quien sentenció que “si las armas nos dieron la independencia solo las leyes nos darán la libertad”, con lo que quería separar los dos conceptos: la independencia, producto de la guerra, y la libertad, que se gesta en la estructura administrativa, legal y jurídica del Estado. Santander era, más que guerrero, administrador, financista y legislador. Pero sus enemigos de la “patria boba”, entre ellos clérigos y godos que rechazaban sus ideas, y los aristócratas criollos que aspiraban al poder para su beneficio personal, invocando cédulas reales y demás embelecos que los vinculaban a la nobleza española, atacaron al hijo de la Villa del Rosario de Cúcuta y abogado santafereño, para lo cual no ahorraron bajezas. La realidad es que Santander, “el hombre de las leyes”, tenía la frialdad de los pragmáticos, condición indispensable para que el ejercicio del gobierno sea eficiente.
Otra cosa son los leguleyos, que, más que sabiduría, ostentan astucia, malicia y picardía. Esos son “especialistas en asuntos generales”, hábiles para enredar procesos, y suelen estar al servicio de inescrupulosos, especialmente políticos. Un tinterillo, a quien hay que reconocerle su sinceridad, tenía un aviso muy visible en su bufete que rezaba: “No garantizo resolverle su caso, pero le hago la lucha”.
Y por encima de doctores y leguleyos están los oportunistas, que rondan por despachos oficiales, mesas de café, órganos legislativos, oficinas jurídicas, notarías y similares, para enterarse de asuntos donde haya pleitos y controversias; y plata de por medio, para ofrecerse como mediadores, o señalar “quien es el hombre”; servir de testigos o interceder ante políticos y gobernantes. Sus gestiones normalmente no sirven para nada, pero de todas sacan algún provecho.
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