José Jaramillo


Este florentino de finales de la Edad Media y comienzos del Renacimiento tuvo notable influencia en distintos gobiernos de la bota itálica. Ésta estaba repartida en reinos independientes que normalmente guerreaban entre ellos para que se entretuvieran nobles que no sabían hacer más. Maquiavelo quedó vinculado por los siglos de los siglos a la estrategia política, sin que ninguno de sus discípulos lo reconozca, por un falso pudor. El maquiavelismo es como una enfermedad vergonzosa, una tara o una mancha de familia, que no se curan ni se borran ni se puede prescindir de ellas. El político prefiere equivocadamente que le digan zorro antes que maquiavélico. Zorro es sinónimo de machucho, ladino, sibilino, falso, doble, hipócrita… En cambio el pecado, si así puede llamarse, del filósofo Nicolás de Maquiavelo, fue su franqueza, o cinismo, para llamar las cosas por su nombre y aconsejarles a los gobernantes las estrategias para permanecer en el poder; y a los aspirantes la forma de alcanzarlo, lo que no se logra siendo sincero. La estrategia más eficiente es decir una cosa distinta de la que se está pensando. En la práctica, esa metodología política se ha aplicado en todos los países bajo distintas denominaciones partidistas, pero con idénticos objetivos. Maquiavelo escribió varios libros sobre cómo llegar al poder, al liderazgo político, y mantenerse en ellos, que no fueron más que recopilaciones de los consejos que les daba a los príncipes gobernantes de quienes fue asesor, como Lorenzo de Medici, cuya familia ocupa muchas páginas de la historia universal, de las que merecen destacarse el mecenazgo cultural y la opulencia; además del espíritu guerrero, la capacidad de hacer alianzas de conveniencia y la falta de escrúpulos para eliminar oponentes incómodos con el refinamiento y la delicadeza de invitaros a manteles y aliñar con veneno los platos más exquisitos. De las obras de Maquiavelo la que mayor trascendencia ha tenido es El Príncipe, en la que consigna los pasos que debe seguir un político para alcanzar el éxito, y los gobernantes el favor de los gobernados, reconociendo sin falso pudor que a veces hay que pasar por encima de principios éticos, porque “el fin justifica los medios”. Esta fórmula la han aplicado políticos universales de gran relevancia, como Churchill y Kissinger, y otros que ni siquiera han leído el libro. La fórmula está incrustada en las costumbres, lo que se confirma en democracias en las que los principios que inspiraron los filósofos de la antigüedad ahora son un chiste o simple ingenuidad. Ningún dirigente reconoce que es maquiavélico, por considerar que el adjetivo es de mala estirpe. Pero reconocerlo es un acto de honradez. Igualmente, como advirtió nuestro señor Maquiavelo, está confirmado que “el que tiene el oro hace las leyes”. Tal cual.
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