José Jaramillo


Se dice de los enamorados que “el corazón tiene razones que la razón no entiende”. Aplicando el dicho al mercadeo, desde lo más elemental de la producción, compra y venta de productos de consumo personal y familiar, hasta la extensión del proceso a la demanda local, nacional e internacional, puede decirse que la especulación financiera ha trascendido la lógica con sistemas tan sofisticados como absurdos. Las decisiones son de origen oficial, tratados comerciales y sesudos estudios, para que se impongan tales absurdos con argumentos técnicos, por encima del bienestar de la comunidad, que por lógica debe prevalecer. Tales exabruptos, para comenzar a llamar las cosas por su nombre, se apoyan en teorías emanadas de luminarias encendidas en prestigiosas universidades. “Roma locuta causa finita”, se dice cuando cualquier cenáculo de expertos recomienda manejar la economía social de un país de determinada manera, de espaldas a los intereses de los asociados, es decir, del pueblo, para favorecer las maniobras especulativas del gran capital, o de los países ricos, que asumen la posición dominante.
Vamos al grano. La razón indica que la producción de alimentos debe atender las necesidades de consumo de la población de un país, incluida la asistencia social a quienes carecen de recursos para adquirirlos, y el apoyo a los productores para protegerlos de contingencias que los afecten; y los excedentes exportarlos. Con los ingresos de las exportaciones se importan otros bienes de los que se carece. Además, hasta donde sea posible, los productos de exportación deben ser manufacturados, para darles valor agregado. “Lógico, mi querido Watson”, como solía decir Sherlock Holmes a su ayudante. Pero los países ricos les imponen a los más débiles condiciones que beneficien a su población, y a sus productores, mediante tratados leoninos, que apuntan a comprar especialmente materias primas con severas condiciones de calidad, para retornarlas manufacturadas por sus connacionales, para proteger a sus industriales. Imponiendo, además, la adquisición de elementos no indispensables, incluidos, en el colmo del absurdo, armamento, aviones y otras suntuosidades.
Los tratados aludidos imponen condiciones de suministro que resultan inverosímiles, como cumplir cuotas hasta desabastecer el mercado interno, creando escasez y consecuentemente alzas de precios, llegándose al punto de tener que importar determinados productos, para cumplir con los compromisos externos. Alguien dirá, exhibiendo títulos de economista con especialidad en comercio exterior, que así funciona el sistema. Lo que no aclara es que el “sistema” lo idearon los países poderosos para escurrir a los débiles, que son representados, es decir, gobernados, por marionetas a las que les mueven los hilos desde afuera.
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