José Jaramillo


El “olor de santidad”, que con piadosa intención se les aplica a aquellos seres humanos que se consagran a la oración, las obras pías, la contemplación, la humildad y el sacrificio, ajenos a las tentaciones de la riqueza, el poder y la lujuria, proviene de algo que nada tiene que ver con la espiritualidad y la entrega a Dios y al prójimo. Según historiadores muy bien documentados, el “olor de santidad” tiene que ver con el desaseo, el rechazo al agua y el abandono de cualquier forma de higiene corporal. Uno de los historiadores aludidos es la española Irene Vallejo, quien cuenta que el uso de las termas de Caracalla, en las que este emperador romano, y otros que lo sucedieron, aprovechaban el baño en las piscinas, cuyas aguas eran calentadas con leña, para menesteres lujuriosos. Uno de ellos, Vespasiano, según otro informante de la crónica social de la época, compartía el baño con niños, hijos de súbditos suyos, todos desnudos. Esa práctica provocó el rechazo de líderes cristianos, promotores de la nueva fe desde la clandestinidad, que reaccionaron declarando el baño, y el uso del agua para tal menester, como pecaminoso, y se abandonaron al desaseo, tanto que a sus prédicas asistían los feligreses con las narices tapadas, porque, aun de lejos, los efluvios que emanaban de tales santos apóstoles apestaban.
Así se refiere Irene Vallejo al caso en sus memorias de la historia de los libros, porque en las termas de Caracalla uno de los atractivos eran las bibliotecas: “Los hombres santos entendieron el hedor como una medida de devoción ascética. Rechazaban el aseo para expresar su oposición al estilo de vida de los romanos. Simeón el Estilita se negaba a dejarse tocar por el agua y ‘tan potente y tan hediondo era el hedor que resultaba imposible ascender aunque solo fuera hasta la mitad de la escalera sin malestar (…); algunos de sus discípulos (que subían hasta el lugar del predicador) se habían untado en la nariz incienso y ungüentos fragantes’.” Y agrega la aguda investigadora: “Después de pasar dos años en una cueva, san Teodoro de Siqueón emergió ‘con un hedor tal que nadie soportaba estar cerca de él’.” Y agrega: “En aquel tiempo el ‘olor de santidad’ era fétido”.
Puede decirse, entonces, si se sacan conclusiones lógicas de lo sucedido con los santos varones del cristianismo y los baños térmicos romanos, que lo de los santos cristianos no era olor de santidad, sino de fanatismo. Y éste, el fanatismo, de ninguna manera es bueno, ni en religión ni en política ni en nada, como lo han demostrado hechos dolorosos de la historia, que han costado muerte, destrucción y atraso, como las “piadosas” cruzadas de la Edad Media y la “santa” inquisición; los delirios de poder de conquistadores e invasores imperiales, algunos inspirados en causas divinas, al punto de proclamarse dioses, como los faraones egipcios o el Negus, emperador de Etiopía, por ejemplo; y caudillos delirantes, obnubilados por el poder y la ambición de dominar pueblos vecinos para ampliar sus dominios; y el objetivo tramposo de prolongar sus mandatos. Con razón se dice, después de elecciones, que algo huele mal.
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