Leo por estos días un libro de Mario Vargas Llosa, “La llamada de la tribu” (Alfaguara, España, 2018), en el que hace una apología de las ideas liberales, basado en filósofos y economistas, desde Adam Smith, considerado el “padre del liberalismo”, y otros como José Ortega y Gasset, tan cercano a los afectos de los dirigentes liberales colombianos, antes de que las ideas naufragaran en las aguas turbias de la politiquería.
Los últimos presidentes liberales fueron Alfonso López Michelsen (1974-1978) y Virgilio Barco Vargas (1986-1990); y los aspirantes identificados con tales ideas, que no alcanzaron el podio por distintas razones, fueron Luis Carlos Galán Sarmiento, Otto Morales Benítez y Humberto de la Calle Lombana, de quienes sobrevive el último, cargado de méritos personales, después del melancólico papel que jugó el Partido Liberal en las últimas elecciones, en las que De la Calle fue arrasado por populistas que no tienen objetivo distinto del poder y son un peligro que amenaza el futuro democrático, mientras los electores son escépticos, carecen de principios, se hunden en la ignorancia o se venden.
El expresidente Juan Manuel Santos Calderón (1910-1918), de rancia estirpe y talante liberal, se jugó todo su capital político por la paz, el supremo bien, en medio de un turbión oposicionista mezquino y politiquero. El veredicto final en Colombia lo dará la historia, porque en el resto del mundo civilizado ya se dio, y muy favorable. Y la sinrazón no cesa de conspirar contra “la paz de Santos”.
En el libro citado, Vargas Llosa, inspirado en Friedrick von Hayek, filósofo austro-húngaro de principios del siglo XX, menciona la “dictadura de las mayorías”, esa criatura de la democracia que se ha convertido en una amenaza para la estabilidad económica y social de las naciones, por la perversa manipulación de los electores, con discursos engañosos y dineros de oscura procedencia o, peor aún, sacados de las arcas oficiales.
Las mayorías democráticas han tenido etapas de maduración; los electores son sometidos a modificaciones selectivas; y, finalmente, al menos en Colombia, en aras de la “igualdad”, cualquiera puede participar en la elección de los representantes del pueblo, en el ejecutivo y en los cuerpos legislativos. No se excluyen indigentes, discapacitados mentales, analfabetas y hasta difuntos, porque para los manipuladores de las votaciones nada es imposible.
Las microempresas electorales, que abastecen a los candidatos de los votos necesarios para ser elegidos, previa la cancelación de honorarios de cotización variable; y la imposición de las organizaciones criminales a comunidades indefensas para que aporten un mínimo de votos a sus candidatos, so pena de ser borradas del mapa, desdibujan la “majestad de la democracia”. El sistema, así manipulado, no garantiza que los elegidos sean idóneos, intelectual y moralmente, sino productos ordinarios de una democracia en decadencia
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