José Jaramillo


Julio Flórez ya lo advirtió: “Algo se muere en mí todos los días”, que sirve para todos los humanos, definitivamente destinados a morir, porque los poetas lo que hacen es condensar los grandes principios de la filosofía en grajeas, como esas cápsulas diminutas, que cuesta creer que puedan curar enfermedades, pero las curan. Igualmente, todo ser vivo se muere porque se muere. Aceptar la realidad de la muerte de por sí es un paliativo para atenuar el miedo a lo irremediable, que por insondable y misterioso provoca el deseo de que no suceda. Muchas personas se apegan a la vida, no porque estén contentas con ella, sino por temor a lo desconocido. Se necesita mucha fe, como la de los religiosos; o mucho pragmatismo, en el caso de los escépticos, para aceptar la realidad de la muerte. Y hasta desearla, cuando la vida comienza a tallar, a incomodar… Un religioso, el padre José Manuel Martín Descalzo, decía, cuando, aquejado de una cruel enfermedad, la muerte comenzó a asomársele por las rendijas de su austero cuarto: “Y entonces vio la luz, la luz que entraba / por todas las ventanas de su vida. / Vio que el dolor precipitó la huida / y entendió que la muerte ya no estaba. / Morir sólo es morir. Morir se acaba. / Morir es una higuera fugitiva. / Es cruzar una puerta a la deriva / y encontrar lo que tanto se buscaba. / Acabar de llorar y hacer preguntas, / ver el amor sin enigmas ni espejos, / descansar de vivir en la ternura. / Tener la paz, la luz, la casa juntas / y hallar, dejando los dolores lejos, / la noche-luz tras tanta noche oscura”.
En cambio Baudilio Montoya, guasón y bohemio; realista y liberal; creyente apenas en lo necesario para una sana supervivencia espiritual, cuando sintió “pasos de animal grande”, dijo con un soneto que tituló “Cuando Tú quieras, Señor”: “Ya estoy, Señor, retorno de la oscura / senda fragante que embrujó mis años, / en donde me asaltaron los engaños / y estrangulo mi fe la desventura. / Apurado ya el cáliz de amargura / por el querer de horóscopos extraños, / apenas a Tu amor para mis daños / le pido una migaja de ternura. / Sálvame del dolor que me consume: / tórnese el alma en celestial perfume / para Tus evangélicas esferas; / y pues nada me resta, y todo ha sido, / por esta sed de venturoso olvido / apágame, Señor, cuando Tú quieras”.
En cambio Luis Carlos “El Tuerto” López desafiaba así a la vida: “Mas, si me has de poner, como nos dijo el vate, / chato, pelón, sin dientes y estevado, / mátame de una vez vejez maldita, / para también yo hacer un disparate, / como Fausto, y buscar mi Margarita.”
En miedo a la muerte es, como todos los miedos, un derecho personal de cada quien.
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