Jorge Raad


Muchos lectores, escritores o no, recomiendan a los interesados diferentes textos tomados de periódicos, revistas, libros u otras fuentes. No siempre tienen éxito en difundir sus conceptos entre quienes aspiran a ser informados sobre lo que deben leer.
Desde los primeros años escolares hasta la educación superior, hay docentes que se atreven, afortunadamente, a recomendar lecturas extracurriculares.
Existen escuelas de educación superior que tienen como fin formar personas para una profesión relacionada con la literatura. Ellas, sus docentes y estudiantes, tienen una manera especial de enfrentar la literatura y sus correspondientes críticas, integrales y comparativas.
La atención ahora debe centrarse en aquellos ciudadanos que leen por costumbre, la cual han adquirido en diferente tiempo de su existencia. La satisfacción de leer es diferente en cada persona y la intensidad es tan variable como la propia personalidad.
Es conocido y aceptado que un texto, no científico y no técnico, atractivo a dos lectores, sea considerado de diferente manera y el análisis conjunto de ellos es elevadamente fructífero, muchas veces sin llegar al consenso.
Así, innumerables conceptos sobre escritores no son compartidos por la totalidad de las personas que leen la crítica, favorable o no. De ello, no se escapan ni los galardonados con el Premio Nobel.
De allí que escribir para gusto de los demás, con o sin fines comerciales, es una actividad que implica riesgos, y el escritor pierde su propia identidad para dejarla al vaivén de los imponderables.
La semana anterior, el excelente columnista Eduardo Escobar, escribió en El Tiempo con el título: Las rarezas de la literatura, un interesante artículo que debe ser analizado. En primer lugar el autor es él y sus circunstancias, como ha sido repetido. De allí que unos lo leen y otros no, varios de ellos influenciados por los antecedentes del articulista.
Sus conceptos sobre diferentes escritores son respetables pero no compartidos por quienes han sido adeptos a ellos. Menospreciar sus obras y sutilmente a quienes las leen, a veces hasta mofarse de quienes encuentran solaz, en los textos y argumentos contenidos en las obras no es un concepto liberal.
No importa que tan encumbrada esté mentalmente una persona, pero tiene derecho, sin causar extrañeza o servir de ejemplo contradictorio a leer lo que quiera. No todo es Marcel Proust, Giovanni Papini, Platón, Galil Gibrán, Herbert Marcuse o Charles Darwin.
Leer a Georges Simenon trae una inmensa satisfacción, sus descripciones y análisis fueron premonitores de otras obras, hoy reconocidas. La visión de París; las estaciones casi acompasadas a las de Antonio Vivaldi; el campo y sus bucólicos bosquejos; la soledad de un comisario; los perfiles humanos dignos de Mentes Criminales, o mejor a la inversa, las estampas de las comunidades gitanas; la sencilla vida de hogar y el disfrute de pequeños gustos acordes a su salario; la rutina insufrible de un despacho con climas extremos; la lealtad prudente de sus ayudantes y las ligerezas de sus colegas.
¿Por qué negar a Marcial Lafuente Estefanía? Sus lectores, millones, tienen hoy más de 50 años y se entretuvieron con el patrón temático de vaqueros. Igualmente: ¿Por qué apostatar de Tarzán, El Llanero Solitario, Dick Tracy o El Fantasma? Fue una época. Ahora, en buena parte y con creces la han llenado los personajes de Roberto Fontanarosa, Boogie El Aceitoso y de Joaquín Tejón, Quino, con su Mafalda.
Julio Verne fue un visionario, Morris West escribió a su manera textos que planteaban hechos imposibles de suceder y acontecieron, la fácil y agradable lectura de sus escritos no tiene que ver con los clásicos, pero produce momentos de esparcimiento.
Cada quien que lea lo que le gusta. A millones les ha encantado Corín Tellado, Paulo Coelho y otros por el estilo, tienen derecho a ello. Debe respetárseles su especial devoción.
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