Jorge Alberto Gutierrez


Su capacidad de situarnos en la muchas veces maltrecha realidad y, simultáneamente señalarnos su lado positivo que asume como la mejor manera de sortearla y la más eficaz de las herramientas para encarar el futuro, me hacen uno de sus asiduos lectores. Estoy hablando de Adriana Villegas Botero.
Hace poco me topé con uno de sus comentarios en twitter: “…qué cosa tan fea es el terminal de acá. No digo que no sea funcional, pero en cuestión de estética me parece que la hicieron con sevicia” y otra serie de apreciaciones que nos llevan a entender que para ella y otros tantos, “aquello” es un lugar deprimente e inhóspito, razón por la cual me permito hacer un poco de historia y aprovechar la oportunidad para señalar un mal al que está expuesta la mayoría de obras públicas, al menos hasta donde yo conozco.
Las instalaciones donde hoy funciona la Terminal de Transportes son el resultado de un concurso nacional de arquitectura, cuyos participantes lo hicieron de manera anónima para garantizar la transparencia del proceso. En la primera fase de juzgamiento el concurso fue declarado desierto, lo que se subsanó mediante la convocatoria a una segunda ronda para que se pudieran hacer los ajustes sugeridos en el acta de observaciones y recomendaciones del jurado.
Había proyectos hermosos diseñados por connotados arquitectos nacionales, pero insalvables funcionalmente. Cualquiera de ellos de haberse construido, hubiese causado estragos a la habitabilidad del edificio. Luego de muchas y cuidadosas sesiones de deliberación, el jurado seleccionó el diseño de la firma Estrada y Ramírez, proyecto que gozaba de una estética franca, honesta y austera, adecuada al presupuesto y a la “frenética” actividad de una terminal de transportes.
El director del proyecto Ing. Luis Fernando Mejía, encargado por GENSA para este menester, se apostó respetuoso en su defensa de tal manera que impidió los reiterados intentos de manipular o manosear el diseño hasta que se finalizó la primera fase de la construcción. Había propuestas otras dos etapas, conforme a los planos del proyecto ganador.
Al otro día de la entrega del edificio a la administración de la terminal, la puerta de la gerencia fue revestida de papel espejo, lo cual fue entendido por los locatarios como un visto bueno para desarrollar cualquiera de sus iniciativas y, empezaron las modificaciones arquitectónicas sin consideración de ninguna clase. Los distintos administradores han feriado el espacio entregándolo a vendedores o publicistas que han hecho de las suyas. Hasta el puesto de información fue desplazado de su estratégico lugar para dar paso a una venta de licor.
El alcalde siguiente le pegó una pedrada no en el ojo tuerto como dicen, sino en el bueno, con un puente peatonal que perdió el cometido de servir simultáneamente a la Terminal y a la estación Cámbulos del Cable Aéreo. Igualmente lo hizo con el expendio de gasolina y los reubicó donde quiso, contrariando torpemente el proyecto. No aceptó otra alternativa, ni hubo argumento técnico, funcional, estético que pudiera disuadirlo. Sencillamente se hizo el sordo, o de capacidad auditiva reducida.
El proyecto se complementaba con otros servicios y zonas para atender las necesidades de ampliación, pero decidieron también, contra viento y marea, vender el lote. Las siguientes etapas o una demanda futura está, después de la enajenación del inmueble, irremediablemente condenada.
Entonces no es que estéticamente fuera malo el edificio, es que las distintas alcaldías y gerencias lo han utilizado como unidad de cambio, para lucrarse políticamente y para satisfacer quizá, el ego del “arquitecto frustrado” que todos llevamos dentro.
Hagamos un rápido paneo de otras obras del patrimonio público que por las mismas y otras razones han tenido que ser demolidas o están en “peligro de extinción”: a un cura se le ocurrió hace poco pintar de gris la Catedral Basílica, tuvo que acudir en su defensa el Ministerio de Cultura; la vieja Alcaldía diseñada con postulados modernistas, bella en sus orígenes, fue intervenida hasta la “metástasis”, se podía sanar eso sí, pero un alcalde decidió implosionarla dejando desprovista de significado la plaza Alfonso López, tampoco hubo poder humano para disuadirlo de semejante despropósito; la Plaza de Bolívar iba en camino de perder su precisión espacial con una rampa que alteraba su vocación de anfiteatro, hasta los murales del maestro Botero, sin prever una reubicación en otro lugar, serían reemplazados por sendos puestos de atención al público; los parques que fueran orgullo nacional son en el mejor de los casos intersecciones viales; las estaciones del Cable convertidas en mercados persas obstruyendo peligrosamente una evacuación en caso de urgencia y, falta lo que tumbamos, el teatro republicano, erigido en honor de Olimpia la madre de Alejandro Magno; los palacetes de Versalles; el Cable aéreo con sus invaluables posibilidades turísticas..., y, los proyectos inconclusos, puedo seguir hasta el cansancio, pero no se trata de provocar en el lector un estado de depresión irreversible.
Se necesita urgentemente un curador que vele por la preservación y conservación del patrimonio público, este ha sido construido para el disfrute y con los impuestos de todos y no se puede echar por la borda sencillamente porque al alcalde, al cura o al funcionario de turno le dio la gana.
N. de la D.
El sábado anterior se publicó el artículo Manizales ¿qué tan bonita fue?, ¿qué tan fea será? que fue atribuido erróneamente a Jorge Alberto Gutiérrez, el verdadero autor de esa columna fue el arquitecto Edison Henao.
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