Jaime Escobar Herrera


Mucho se habla, y a veces se especula, sobre la pandemia que ha originado el covid-19. Expertos en temas de salud, destacados epidemiólogos, autoridades y representantes de organismos multinacionales, analizan sus efectos devastadores. Medios de comunicación e investigadores, examinan las cifras y el comportamiento de cada país frente a este fenómeno. Por otro lado, quienes observan el impacto en la economía por efectos de la cuarentena, el confinamiento, cierre y parálisis de renglones productivos, alertan la inconveniencia que representan estas medidas, para el aparato que dinamiza las cifras del Estado. Muchas de estas disposiciones se contraponen; cuando benefician la salud, desfavorecen lo productivo, y este a la vez arrastra inevitablemente al empleo. El desempleo causa toda serie de dificultades para la armonía ciudadana y es una bola de nieve que cuando inicia su marcha, no se pueden predecir las consecuencias generadas a su paso, ni cuáles serán los estragos al momento de controlarse.
Los gobiernos han implementado un programa de ayudas y subsidios, imposibles de mantener a largo plazo. La solución de una vacuna efectiva, según expertos, demora por lo menos seis meses o un año, y tampoco se ha logrado determinar cuál es el medicamento específico para contrarrestar los mortales síntomas de esta enfermedad. La comunidad, con algunas excepciones, con un loable estoicismo ha soportado las dificultades causadas por la pandemia, pero no podemos asegurar este comportamiento en el tiempo. Urge buscar el equilibrio entre las medidas de control para la propagación y los programas de activación para el comercio, los servicios y la producción.
Entiendo que esta aproximación se está haciendo con algunos logros focalizados; la verdadera encrucijada es la incertidumbre generada por esta situación; no se tienen respuestas concretas y de esto nacen también muchas imprecisiones. El valor de la vida ha perdido cotización, el aprecio por las cosas desapareció, los viejos depositarios de experiencias y conocimiento están mandados a guardar y los campesinos, ahora sí son valorados por su noble labor de nutrir a una comunidad encerrada. Pero esta circunstancia llegará a su fin y es en este momento cuando los pueblos, y en especial sus dirigentes, mostrarán su casta y la capacidad de resurgir entre las cenizas.
Es necesario el surgimiento de iniciativas inteligentes, emprendimientos novedosos, proyectos generadores de empleo, financiación para todos los sectores e inteligencia colectiva para disciplinar a la comunidad en proceso de reconstruir lo que se perdió con celeridad. Ahora debemos mirar hacia otros horizontes, unidos por la esperanza y la ilusión de alcanzar una nueva oportunidad. Todos caminando por la vida y hacia la vida tomados de la mano, blancos, negros, mulatos, mestizos, indígenas, ricos y pobres, hombres y mujeres, niños y ancianos de todas la edades, razas, credos e ideología política diferente, buscaremos la reconstrucción universal repensando un mundo nuevo, con el compromiso de formular una convivencia con el medio ambiente y la conservación de la especie humana.
En esta pandemia quedó muy clara la importancia y dependencia entre el empresario y el obrero o empleado. Por eso ambos requieren apoyo según sus necesidades, siempre y cuando se persiga la simbiosis necesaria para alcanzar un bienestar común. Rechacemos el populismo de aquellos interesados en obtener réditos del crítico escenario; debemos rodear a los funcionarios acompañando sus aciertos y aportando ideas en un espacio donde no cabe la confrontación, la crítica mordaz, la actitud pendenciera, la falta de compromiso y la solidaridad. Colombia necesita un pueblo unido, una comunidad consciente de la guerra que está librando, unas instituciones muy superiores al reto en juego, y una comunidad dispuesta a decirle a la adversidad cómo estamos dispuestos a superarla.
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