Guillermo O. Sierra


Es bien sabido que la moral corresponde a un ámbito diferente al del pensamiento. Algún filósofo (quizás fue Hume) dijo que cualquier argumento que menoscabe o respalde una aseveración moral, debe contener afirmaciones o supuestos morales adicionales. Cuando se tiene plena conciencia de que lo que decimos es aceptablemente bueno, igualmente debemos considerar que somos coherentes con la verdad de lo que se trate; y, en consecuencia, surge que la verdad o la esencia de las cosas no corresponde a meras coyunturas. Con otras palabras: ni la moral individual -ni mucho menos la colectiva- es un accidente.
Particularmente, no tengo otra forma de testear mis convicciones morales, más que a través de difundir mis razones morales. Si yo pienso que el no pagar impuestos es incorrecto, es porque mis razones para pensar en esto son buenas. No obstante, alguien puede opinar, de manera radical, lo contrario: que hacer trampa para no pagar impuestos es lo que debe hacerse; y para él probablemente sus razones tengan peso suficiente para creerlo así. En este caso es muy difícil que le pueda demostrar que mis razones son las verdaderas y las suyas no lo son.
Pero lo que sí puedo hacer es intentar persuadirle de que mis razones están motivadas en el hecho de que he actuado de manera responsable al asumir ciertas posiciones y ciertas creencias. Cuando yo actúo quizás acierte en lo que hago, y es probable que cuando reflexione sobre lo que he hecho, me equivoque. En el primer caso, no soy responsable; pero en el segundo caso, soy responsable.
Desde niños comenzamos a adquirir convicciones morales “impuestas” por nuestras familias, por la misma cultura en la que crecemos. Vamos creciendo y dándonos cuenta del asunto de la igualdad, por ejemplo; y luego, vamos adquiriendo otros conceptos más complejos: la ley, la libertad, las ideologías, los regímenes políticos… Caemos en la cuenta de que nos son necesarias convicciones morales mucho más rigurosas a medida que nos enfrentamos a un sinnúmero de acontecimientos que así nos lo exigen. Y, en la mayoría de los casos, nuestras convicciones son en buena medida producto de las intuiciones y, por tanto, de las no reflexiones sobre estos asuntos. Así actuamos; y olvidamos que nuestras interpretaciones de los hechos van encadenadas con valores. Somos moralmente responsables por cada actuación que tengamos.
Todo esto para decir que pienso en la situación actual de las marchas y las protestas. No las criminalizo, por supuesto que no. Pero quiero pensar en las convicciones morales de quienes participan en ella y de quienes no participan en las mismas. ¿Cómo pensar los problemas morales colectivos aquí? Porque obviamente no es un asunto individual para nadie. Se trata de una moral colectiva, corresponsable con lo que suceda. En consecuencia, me inquieta saber ¿por qué una interpretación moral de la igualdad, o de la equidad, o de la justicia es mejor que otra? ¿Es sensato suponer que una interpretación de un hecho es moralmente mejor que otra interpretación moral del mismo hecho? ¿Qué tanta convicción moral camina por las calles? ¿No será que hay caminantes que están determinados por el autointerés y no por principios que reconozcan la importancia de lo que interpretan y creen quienes están en otra orilla? ¿No será prudente pensar que estos autointeresados tienen presuntos compromisos, es decir, que proclaman principios de lucha solo porque éstos les son útiles a sí mismos?
No lo sé. No cuestiono a quienes protestan. También creo que hay muchos motivos para hacerlo. Solo quiero saber y poner sobre la mesa de la conversación, el asunto moral. Al fin y al cabo, desde las universidades nuestro compromiso no es otro que asumir las funciones misionales cumpliendo el mandato moral y político que emana de la sociedad. Las protestas y las marchas no son solamente éticas y políticas, también son morales.
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