Reconozcamos hoy, “Día Internacional de la Mujer”, no sólo la importancia fundamental de la mujer en tiempos de pandemia, por las cargas desproporcionadas que soporta en la primera línea de la crisis de la COVID-19, desde sus diferentes roles por el riesgo de exposición asumiendo funciones con generosidad, como profesional de la salud, pasando por la atención y el cuidado, hasta la vigilancia epidemiológica, sino también como víctima de abusos y violencia sistemática para exigir el derecho de ella a la toma de decisiones en todas las esferas de la vida, desde la equidad en la remuneración y condiciones laborales dignas, hasta la inclusión social. Como prioridad, habrá que acelerar la implementación de acciones y estrategias para alcanzar la cultura de la equidad de género.
La violencia contra ella como una situación profundamente enraizada en las relaciones desiguales de poder, que se perpetúa y condona dentro de la familia, la comunidad y el Estado, y que incluye mucho más que el asalto sexual y la violación, y actos directos o indirectos que causan daño o sufrimiento físico o mental, aunque suele afectar a personas de diferente género, condición y edad, recae más sobre la mujer. Esta problemática abarca la violencia física, sexual y psicológica que se produzca en la familia, perpetrada dentro de la comunidad en general, e incluso mediante la violación, el abuso sexual, el acoso y la intimidación en el trabajo, o perpetrada o tolerada por el Estado e instituciones donde quiera que ocurra.
A pesar de que nunca antes a lo largo de la historia se han dado cambios tan extraordinarios favorables para las mujeres como en el siglo XX, el género aún continúa definiendo los roles, responsabilidades, restricciones, oportunidades y privilegios de los hombres y las mujeres. Por ello, la violencia contra la mujer, encubierta en forma de intimidación, amenazas, persecución, engaño u otras formas de presión psicológica o social, ha sido esa manifestación de relaciones de poder desiguales entre hombre y mujer, en la que se cimenta la dominación y la discriminación en su contra, impidiendo su desarrollo pleno; al tiempo que, como mecanismo social fundamental, la fuerza a una situación de subordinación respecto del hombre, quien decide sobre su vida.
La violencia sexual, como fenómeno que ocurre entre todas las clases, culturas, religiones, razas, géneros y edades, y que aprovecha la vulnerabilidad de la mujer por motivos de género en cualquier forma, no sólo se traduce en falta de reconocimiento al valor social y económico de su aporte y en oportunidades laborales, razón por la cual los roles de género que son aceptados, perpetúan y refuerzan la suposición de que los hombres tienen el poder de tomar decisiones, y el control sobre las mujeres, sino que se acentúa en países abatidos por conflictos como el nuestro, donde ellas en el día a día sufren por actos de amenazas, asesinato, terrorismo, torturas, desapariciones involuntarias, esclavitud sexual, violaciones, abuso sexual, embarazos y abortos forzados.
No obstante, aunque Colombia ha ratificado tratados internacionales sobre los derechos de las mujeres, e incorporado instrumentos de ley para promover la igualdad de género y garantizar los derechos humanos de las mujeres en lo corrido del presente siglo, a pesar de que la mujer colombiana tiene una tasa más alta de educación que los hombres, aún persisten brechas de género en las esferas política y económica que nos convierten en uno de los países de América Latina, con la menor representación de las mujeres en cargos de elección pública, y en participación laboral, desempleo y remuneración salarial, mostrando estar en desventaja por las diferencias salariales significativas, laborando en altos niveles de informalidad.
Finalmente, si queremos mitigar los efectos de la violencia contra la mujer, y de la violación de derechos humanos que experimentan las mujeres colombianas de todas las edades, y en mayor proporción y con notoria gravedad las pertenecientes a grupos étnicos indígenas y afro involucrados en el conflicto que aún persiste, reconozcamos la emergencia nacional por feminicidios, no sólo para reclamarle al Estado acciones contundentes en favor de ellas y contra los responsables, sino también para que construyamos una cultura de participación plena de las mujeres, con equidad de género.
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