Gonzalo Duque Escobar


Aunque entendemos por “costo ambiental” el valor económico que se le asigna a los efectos negativos de una actividad productiva para la sociedad, actualmente la economía con su enfoque sostenible, se orienta a las decisiones de los actores económicos para el uso adecuado de recursos escasos, buscando optimizar las propuestas encaminadas a producir con responsabilidad ambiental y social, y alcanzar la protección y preservación del medio ambiente, bajo el presupuesto de que la responsabilidad ambiental como concepto cultural es una toma de posición del hombre consigo mismo, con los demás como grupo social y con la naturaleza, como sujeto transformado.
El Derecho Ambiental como campo de preceptos jurídicos y multidisciplinarios, busca proteger y conservar, además del medio humano, los recursos naturales y el patrimonio natural, estableciendo para ello políticas ambientales para regular actividades productivas y prestación de servicios ambientales, mitigando riesgos y previniendo desastres. Para ello, el Derecho Ambiental ejerce la acción coercitiva, y establece las normas jurídicas ambientales con las sanciones correspondientes a su violación. Al respecto, aunque el principal antecedente para el país es la expedición del Código de Recursos Naturales y del Medio Ambiente (1974), aún faltan desarrollos para resolver la dispersión en la legislación pesquera y acuícola.
Si en Colombia, donde el agua le aporta el 10% al PIB, los costos ambientales son 3,5% y los costos ocultos el 1%, reflexionemos sobre la falsa dicotomía del ineludible costo ambiental del desarrollo sobre la conservación de los ecosistemas y la integralidad de la estructura ecológica de un territorio, para capitalizar valiosas experiencias que muestran modelos exitosos donde han armonizado la inversión en infraestructura con la protección y restauración ambiental, fomentando al tiempo el empleo y el desarrollo en el marco de esa ecuación, lo que supone generar recursos vitales, directa e indirectamente a través de la conservación de los ecosistemas.
Para ilustrar el caso anterior, este referente: por cada dólar que se ha invertido en el Misisipi, el retorno ha sido de 7,5 dólares; esto, como evidencia de que Colombia puede armonizar inversiones y desarrollos ambientales como condición necesaria para aprovechar de forma sustentable escenarios fundamentales; lo que aplicaría en el caso de la hidrovía del Magdalena, ya que si en 30 años de existencia de Cormagdalena, la pesca se ha reducido al 10%, deberíamos implementar la navegación sin comprometer humedales y demás ecosistemas.
Ahora, ante las reiteradas agresiones que los colombianos le causamos al medio ambiente, se hace necesario que el Estado recurra al Derecho como medio coercitivo y coactivo por excelencia de control social, para evitar que se degrade su base natural, y con ella los ecosistemas, tal cual lo hacemos ya en Colombia gracias al sistema jurídico, cuando por fortuna la Corte Constitucional incorporó en su jurisprudencia herramientas, como la “declaratoria de derechos bioculturales”, para amparar un territorio, entendiéndolo, no como un simple objeto de transformaciones sino como una construcción social e histórica.
Al igual que países como Costa Rica, donde más de una cuarta parte de su territorio son áreas protegidas, el turismo como actividad en expansión, representa el 10% del PIB y el 10% en la generación de empleo, también en la teoría de los ríos urbanos hemos redescubierto que estos cuerpos de agua, en lugar de ser una amenaza potencial por sus torrenciales avenidas y un estorbo para el crecimiento urbano, pueden servir como espacios públicos excepcionales, siendo parte de la infraestructura ambiental urbana que con enorme eficacia le aportaría al paisaje citadino y a la calidad de vida de sus habitantes, e incluso contribuir en Colombia apalancando el transporte, el turismo y la economía rural ribereña
Entre las lecciones que deberemos aprender, está que en lugar de canalizar nuestros ríos, y de proceder a dragados afectando complejos de ciénagas, debemos conocer sus dinámicas con la relación causa-consecuencia del estado de su cuenca para entender crecientes e inundaciones, y emprender acciones de recuperación, garantizando además de la regulación hídrica, la pervivencia de los ecosistemas para incorporar sus espacios. Es obvio que las áreas de inundación de las crecientes naturales no son adecuadas para usos residenciales o industriales, y que el río tiene sus propias demandas, pero también que dichos cuerpos de agua son condicionantes de acciones y beneficios.
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