“No es necesario mostrar bellezas a los ciegos, ni decir verdades a los sordos. Basta
con no mentir al que escucha, ni decepcionar al que confía”.
Todavía no sabemos para dónde vamos. Enfrentamos esta pandemia con un virus del cual se han escrito innumerables trabajos, muchos artículos, incontables opiniones. Lo sabemos casi todo, pero bien no sabemos todavía nada. Estamos experimentando en ánima noble, sin que lo tuviéramos previsto.
Los gobiernos en el mundo han tomado diferentes estrategias. Todas llevan a la misma conclusión: como no sabemos a ciencia cierta contra quien luchamos, estamos improvisando defensas y determinaciones. Unas han funcionado regular, otras mal. Pero la realidad es que no sabemos qué hacer claramente para detener esta situación que tiene en vilo al mundo entero. Algo que todavía no alcanzamos a imaginar en las verdaderas dimensiones de lo que dejará como rezago.
Podemos anticipar, eso sí con certeza, que esta pandemia le ha dado un giro total a la manera de vivir y de actuar; una lección muy dura para aprender que la naturaleza muestra como se recupera a sus anchas y con buena fortuna de los desastres causados por la mano del hombre. Tenemos que cambiar nuestra relación con la tierra, con el planeta.
La acción de los políticos es una muestra del grado de improvisación que nos caracteriza, pero que nos pasa cuentas de cobro pesadas, cuando nos enfrentamos a un enemigo minúsculo, unicelular, que hace con el muy evolucionado ser humano lo que le viene en gana. Lo infecta, lo enferma, lo deja a la merced del azar y lo mata cuando encuentra debilidades asociadas, o exposiciones innecesarias y retadoras.
Todos estamos en riesgo, nadie tiene inmunidad natural contra el nuevo intruso. La respuesta puede ser distinta, dependiendo del huésped donde logre apoltronarse el intruso. Desde portadores asintomáticos, pasando por contagiados con síntomas leves, para seguir con infectados que hacen cuadros más intensos y graves. No han sido pocos los que han terminando y seguirán muriendo. Una verdadera catástrofe para el mundo. Personas muertas que no pueden ser acompañadas por sus familias. Entierros en fosas comunes, porque la cantidad supera con mucho la de las funerarias y crematorios.
Como si el panorama no fuera suficientemente incierto y desolador, tenemos una clase política indolente, aparentando que les interesa la vida y no la economía. Cuando las evidencias han demostrado, que gran parte de los recursos se han invertido en empresas que no los necesitan, los monopolios del poder a los que les deben favores. Comienza el trabajo por sectores de la construcción y la economía, se mantiene y agiganta el de las fuerzas armadas y la policía, y se olvidan de los colombianos que han quedado al descubierto en su verdadera situación de pobreza cuando dejan de percibir ingresos. Los pobres de solemnidad de siempre, olvidados, dejados al azaroso vaivén de la vida, unidos a los pobres que disimulaban su pobreza con la seguridad de un salario, que les hacia creer que nada podía alterar su vida.
El coronavirus ha puesto de manifiesto la verdadera dimensión los grados de pobreza extrema y real que tenemos en Colombia. No han faltado los aprovechados, indolentes, que hacen festín con la tragedia, para llenarse los bolsillos con dineros que se roban en contratos leoninos, que tienen muy poco control y menos castigo.
No sobra decir que hay mandatarios que con verdadero sentido social, con verdadera preocupación por lo que acontece en sus regiones, lo han hecho con buenos criterios y buenas intenciones.
Pero la vida continúa. Tenemos que aprender algo de esta lección dolorosa, que nos haga renacer el sentido de la solidaridad y de la preocupación por el otro. Si no lo hacemos, no habremos aprendido nada de este desastre para la humanidad.
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