Llevamos menos de 2 semanas de la posesión de nuevo gobierno. Evaluadas las acciones que se han tomado hasta ahora, han sido más importantes, definitivamente más audaces, claras y concertadas; eso sin contar con el hecho evidente de que políticamente han sido mucho más determinantes que los 4 años que lo antecedieron, llenos de corrupción, entronización del “todo vale”, festín con los recursos del Estado, incapacidad personal para dirigir una nación por de parte de un presidente improvisado, sacado de la manga de su jefe inmediato, en un acto inaceptable cuando se trata de manejar los destinos de un país.
Con algunas excepciones de corruptos, los nombramientos en los ministerios han sido un factor determinante para hacernos pensar que el país entra en una nueva etapa, con más confianza, más equilibrio de poderes, mejor concepción del Estado de Derecho, una más racional y justa determinación de acopio y distribución de los recursos públicos, una mejor relación de la policlase con el electorado y con los contradictores, lo que sin duda será definitivo para cambiar el rumbo de un país que se dirigía irremediablemente y sin que les importará al precipicio institucional.
Se respira un ambiente de optimismo generalizado, con las excepciones que siempre hacen parte de las reglas, en el manejo de los recursos públicos y en el prometido cambio que hará la transformación de Colombia cuando se acabe las exclusión de vastas camadas de la población, se traigan del olvido poblaciones enteras que sufrieron los rigores del abandono, la falta de garantías institucionales para tener los elementos básicos que cualquier comunidad medianamente organizada desea, necesita, merece y quiere. Todo eso pasaba porque en la mente de los que nos gobernaban esas comunidades no existían, y solo les servían para justificar presupuestos de obras que nunca fueron realizadas, con gastos que se perdieron como por arte de magia en los bolsillos de los vividores del poder, acolitados por una dirigencia, presidencia y entidades de control, permisivas y complacientes, que dejaron pasar esos desfalcos sin que se tomaran medidas de judicialización y castigo para los delincuentes de cuello blanco y los clanes que representan.
Tenemos ahora un país con un poder, el ejecutivo, bien estructurado, en espera de que los otros poderes, el legislativo y el judicial sean totalmente independientes de él, como una garantía mínima exigible en una democracia de verdad; algo que era impensable en una de mentiras como la que teníamos con un pusilánime, avivato y bien domesticado cumplidor de órdenes de su mayordomo, ese que le ha hecho tanto mal a Colombia.
Mientras el que nos gobernó hizo la pantomima de gobernante con discursos que recitaba de memoria, sin que importara mucho si lo que decía era verdad o mentira, el país se nos deshacía entre las manos, convertido en un lodazal de criminalidad, muertes al por mayor y al detal, trampas por montones, robos de recursos públicos, estrafalarios viajes con comitivas inmensas diciendo que estaban haciendo presencia en el mundo, para demostrar que la Colombia desacreditada que existía era real y la vida política se nos despedazaba a diario.
El país que nos pertenece a todos vuelve a pasar por el camino de la inclusión, el de la redistribución de la riqueza, no acabando con los ricos, que ojalá todos los días sean más, sino haciendo efectiva una política incluyente que comience a acabar con la pobreza extrema, en la que sobreviven en medio de la penuria millones de nuestros compatriotas, sometidos al olvido y al abandono.
Ya en el camino arreglaremos las cargas, corregiremos los desvaríos que se presenten, para hacer realidad las promesas con las que sedujo al pueblo el actual mandatario, sometiéndolo al control político-social y vigilando la acción de los funcionarios públicos, que deben cumplir con honestidad los encargos para los que han sido nombrados. El tiempo, que es testamentario implacable, augura un futuro mejor para esta Colombia que queremos y nos duele, en la que vivimos y trabajamos. Ya era hora.
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