Eduardo García A.


La última vez que vi a Alfredo Molano (1944-2019) hace año y medio fue en la cafetería de la sede del Fondo de Cultura Económica en Bogotá, donde él estaba con una amiga en un rincón protegido por la penumbra, mientras afuera hacía un sol picante de mediodía.
Nos dimos el abrazo y después de una rápida conversación porque al otro día viajaba de regreso, le dije que nos viéramos pronto en París, aunque corregí y le dije que mejor en el Guainía. Me quedó de ese instante la sonrisa suya y la alegría del encuentro, uno de los muchos que tuvimos en décadas en tantos lugares del mundo, especialmente en México y Bogotá.
En una de sus idas a México, hicimos un largo recorrido con él y una amiga por las calles del centro bebiendo en cada una de las más exóticas cantinas un nuevo trago de tequila, por lo que terminamos felices bajo bajo la ebriedad prehispánica hablando de los asuntos del país, que hacía poco acababa de vivir la rebelión de los zapatistas de Chiapas, encabezada por el subcomandante Marcos.
Alfredo siempre fue el mismo, de jeans, tenis, el pelo largo y el bigote negros como los de los cantantes de rancheras mexicanas o los vaqueros de las películas y que con el tiempo ineluctable se volvió blanco como su melena. En el cuello siempre llevaba un paliacate mexicano, rojo, azul o verde anudado.
La piel firme y broncínea de su juventud se fue cubriendo por tanto viaje bajo la canícula por veredas y ríos de la Colombia profunda con las huellas y los trazos de la venerable experiencia. Como si en su rostro se hubiesen impreso los ríos, las quebradas, los riachuelos, las carreteras, los caminos, las nervaduras fluviales de las enormes hojas de la Victoria Regia amazónica.
Al final, convertido en el maestro y ejemplo de varias generaciones por el ejercicio de una modernidad crítica permanente, sus presentaciones de libros eran las más concurridas en todas las ferias del libro y la gente, especialmente los jóvenes, se apuraban y se agitaban para poder escucharlo. Alfredo se había vuelto uno de los guías principales de una Colombia nueva que no quiere ya más violencia, discriminaciones, racismo, arribismo, injusticias ni odio.
Lo conocía desde los tiempos de estudiante en París en los años 70 del siglo pasado, pues era el hermano mayor de mis queridísimos amigos María Elvira y Alfonso, con quienes me veía para disfrutar de la inagotable charla, la alegría y el buen humor de aquellos tiempos felices marcados por el sueño, la poesía, la música, las ideas y la literatura.
Molano se dio el lujo de no doctorarse en la Universidad de París porque no estuvo de acuerdo con las recomendaciones metodológicas de su director de tesis francés y prefirió seguir el camino por la libre, convirtiéndose en uno de los grandes sociólogos y cronistas del país, un viajero que recorrió Colombia con amor para captar el testimonio de sus habitantes más marginados en las tierras más pobres y alejadas de las capitales, donde más duro y sangriento era o es el conflicto.
Esa indómita y moderna figura de Molano no se entiende sin la impronta que dejó en él su madre Elvira Bravo. Sin conocer aun las casas de La Calera donde vivían él y sus hermanos rodeados de campo y aire y que estaban en terrenos de lo que fue la vieja finca de la familia, experimenté el calor, la generosidad y la irreverencia que los caracterizaba en esos tiempos, cuando la madre llegó a París para estar cerca a sus hijos. Ella vestía de jeans y animaba siempre las veladas donde nos encontrábamos todos hasta largas horas de la noche al calor del vino y donde siempre se respiraba bajo su guía un inolvidable aire de libertad y alegría.
Además de sus años de estudiante en Francia, Alfredo tuvo que vivir un largo exilio en España para salvar la vida, pero siempre regresó a la Colombia que amaba. A varias generaciones de jóvenes Molano les descubrió una Colombia desconocida y olvidada y los impulsó a luchar por un país nuevo y pacífico. Tal vez en estos últimos años cuando estuvo tan involucrado en la Comisión de la Verdad debió experimentar el dolor y el estupor de ver que cuando estábamos más cerca de la paz, las fuerzas cavernarias hicieron todo lo posible para sabotearla.
Pero aunque ya no lo verá, se siente que en el país, las nuevas generaciones que lo escucharon y lo leyeron quieren ya pasar la página a ese pasado arcaico de caudillos, delfines y capataces matones, ávidos de poder, lujo y dinero, para construir una Colombia nueva que ame la naturaleza y proteja sus riquezas ecológicas y humanas, a los niños, a los jóvenes, a los viejos, a los animales, a los árboles. La imagen del insumiso e irreverente Molano montado a caballo con su sombrero alón por los caminos de Colombia o bogando en una canoa por algún río lejano, seguirá sin duda muy viva y en actividad permanente.
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