Eduardo García A.


Auvers-sur-Oise es una localidad situada al norte de París que se hizo famosa porque allí vivió los últimos meses y murió el pintor Vincent van Gogh (1853-1890), quien reposa al lado de su hermano menor Theo en un pequeño camposanto rodeado de trigales, desde donde ciertas noches puede verse la luna creciente, Venus y otras muchas estrellas. Es un pueblo alargado que bordea el río y está compuesto por bellísimas construcciones decimonónicas, una iglesia gótica y una alcaldía diminuta, ambos pintados por el artista que se dedicó durante su estadía a una frenética actividad creativa, al mismo tiempo que se deterioraba su salud y aumentaban sus delirios.
Caminar por su calles empedradas, cruzar sus pequeños puentes, deambular por las colinas y callejuelas arboladas nos conduce a la apacible vida de otros siglos en esa localidad a donde el artista llegó a buscar tranquilidad para trabajar como lo hicieron otros pintores naturalistas e impresionistas que cargaban con sus telas y colores por los campos para plasmar los efectos de la luz, descomponerla y presagiar así las futuras explosiones simbolistas, puntillistas, futuristas, expresionistas y abstractas que se impusieron poco a poco en el siglo XX con Delaunay, Kupka y los formalistas rusos.
En esa época de riqueza y esplendor económico y cultural de la segunda mitad del siglo XIX, caracterizado por el empuje del ferrocarril, se desarrolló también la fotografía, que empezó a ser practicada en forma masiva por aficionados adinerados, lo que llevaría a la creación del cinematógrafo con los hermanos Lumière hacia fines de siglo. Los diversos salones oficiales y disidentes florecían en París, convertida para ese entonces en centro de la actividad pictórica mundial en medio del auge de las exposiciones universales y las obras monumentales en hierro de Eiffel. Artistas rusos, de los países de Europa del Este, holandeses, belgas, españoles, ingleses e italianos se instalaban en la metrópoli en busca de oportunidades, ventas y contactos globales.
En todas las localidades del norte de París situadas en las riberas del Sena, el Marne, el Oise, el Loira, los pintores solían trabajar para captar la luz sobre aguas, iglesias, pueblos y campos, como se puede ver en la colección que se expone de manera permanente en el Museo de Orsay, dedicado a los artistas tan destacados de la fructífera segunda mitad del siglo XIX, como lo fueron Millet, Claude Monet, Courbet, Edouard Manet y tantos otros. En medio de esa efervescencia transcurrieron los episodios vitales franceses del pintor holandés, fallecido solo a los 37 años y hoy convertido en una leyenda.
Van Gogh vendió en vida un solo cuadro y la inmensa obra dejada después de su muerte, compuesta por miles de cuadros al óleo y dibujos, careció en principio de gran valor comercial, por lo que la vida de este artista es una metáfora del destino de los creadores malditos, como lo fueron en esa época Lautréamont, Baudelaire y Rimbaud, entre otros muchos. Creció en una familia burguesa de confesión protestante dedicada al comercio y trabajó luego para la empresa comercial Goupil y Companía, de la que fue expulsado al criticar al carácter venal de esa actividad.
Vivió viajando de un lado para otro en una permanente inestabilidad en Londres, Amsterdam, La Haya, Amberes, París y poco a poco solidificó su vocación artística, que ejerció primero como autodidacta, antes de recibir clases y establecer contacto con artistas como Paul Gauguin, quien fue su amigo y con quien vivió en el sur de Francia. En Saint Rémy en Provence y Arles creó incontables obras que al lado de sus casi mil cartas constituyen el cuerpo de su vida creativa, sus pasiones y concepciones vitales y artísticas.
Afectado de trastornos mentales, el joven pintor se convirtió en un problema para la sociedad y llegó a cortarse una oreja y a amenazar a sus vecinos, por lo que fue internado en una clínica siquiátrica, que pintó. Al final se estableció en Auvers-sur-Oise, donde lo atendía el doctor Gauchet, su protector y confidente. Durante los meses que estuvo hospedado en el modesto albergue Ravoux de esta localidad creó al menos un cuadro por día y hoy los turistas y los admiradores podemos seguir paso a paso su actividad, de noche o de día y cotejar sus cuadros con los lugares donde fueron creados.
Auvers-sur-Oise vive hoy de Van Gogh y cosecha los principales ingresos de los centenares de miles de visitantes que acuden al lugar como a una pequeña Disneylandia dedicada al artista. Gracias a esos ingresos el pueblo ha sido totalmente restaurado hasta en sus más perdidos rincones y cuenta con restaurantes, cafés, bares, museos y hasta una gigantesca librería de viejo situada al lado de la estación del ferrocarril y albergada en una sucesión de viejos vagones. En los fines de semana primaverales y veraniegos se puede incluso asistir a conciertos y libar hasta la madrugada. De día, los vecinos salen a airear sus colecciones de autos descapotables y convertibles de lujo, lo que no deja de ser curioso cuando uno revisa la vida desgraciada y modesta de Van Gogh, que murió casi en la miseria.
Su muerte ocurrió en circunstancias turbias. Para unos se trató de un intento de suicidio y para otros fue causa de un disparo accidental perpetrado por unos díscolos hermanos que lo conocían, habían robado un viejo revólver al doctor Gauchet y jugaban a los cow boys disparando pistolas en los campos cercanos al cementerio, entre caminos, y plantaciones de trigo y girasol. Van Gogh fue sepultado ahí y Theo muere meses después, dejando a su esposa como heredera de la obra del artista. Primero se conocieron sus cartas que fueron publicadas en diversas revistas y su fama y leyenda creció a lo largo del siglo XX hasta convertirse en uno de los artistas más cotizados de la historia mundial del arte.
Nunca había venido a visitar a Vang Gogh, pero gracias a que mi amigo el pintor Miguel Ángel Reyes organizó una exposición y lecturas de cuatro artistas y cuatro escritores colombianos con el apoyo de la alcaldía y asociaciones del lugar, pude hacer realidad el ritual que cumplen cada año decenas de miles de turistas del mundo entero. Reyes vive ahí desde hace tiempo y tiene un enorme estudio que hace parte de una serie de talleres y viviendas para artistas construidos en tiempos de François Mitterrand y el ministro de Cultura Jack Lang con motivo del centenario de la muerte del impresionista holandés. Ahí en ese falansterio de artistas han trabajado muchas figuras del arte, entre ellos el pintor belga Corneille, del grupo Cobra, que también reposa en el cementerio de la localidad.
Visité la tumba doble de los hermanos Van Gogh de noche bajo la luz de la luna creciente y de día bajo la canícula después de la fiesta nocturna y me tomé una foto junto a ellos y la hiedra que cubre sus lápidas. A un lado florecen radiantes los rosales y los girasoles. Y la sensación es familiar, como si ambos acogieran con cariño a los visitantes invitándoles a recorrer las calles y lugares pintados por ese artista maldito que hoy todos admiramos como símbolo de la generosidad de quienes hacen arte por el arte, lejos de las pasiones y las guerras del mundo.
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