Eduardo García A.


La historia de la humanidad es un proceso paulatino de globalización permanente. A partir del primer pitecrántropo hasta los hombres de hoy se ha tejido una red extraordinaria de avances e intercambios incesantes en materia cultural y técnica, agenciados siempre por la sangrienta voluntad dominadora de sucesivos imperios teocráticos.
Desde los valles africanos hasta los desiertos y oasis del Oriente Medio, desde el Éufrates y el Tigris hasta las tierras ibéricas, galas, celtas, nórdicas germanas, americanas, africanas, asiáticas, las islas polinesias, los hielos de Siberia, el estrecho de Bering y América toda desde Alaska hasta la Patagonia, el homo sapiens ha estado en permanente movimiento, viaje, guerra y mutación: en fin de cuentas, en estado de permanente e ineluctable globalización.
El hombre escapó de sus iniciales terruños y se aventuró por selvas, montañas, desiertos y mares hasta el más allá, hasta lo desconocido. En ese proceso el hombre habló miles de lenguas y dialectos que desaparecieron y se fundieron para crear otras hablas, que mezclándose de nuevo desaparecieron para resurgir convertidas en nuevas lenguas llenas de pasado. Y a su vez el hombre se mezcló en coitos incesantes creando nuevas razas, tonos de piel, miradas, pieles, de manera que las más cerradas tribus terminaron por abrir sus puertas para mezclarse. El más duro proteccionismo sexual ordenado por las autoridades fue vencido por el deseo. El más obstinado plan conservador y proteccionista en el campo del amor fue roto: ninguna tribu, raza, país o continente resistió a la pulsión mestiza, que por fortuna hoy sigue con la misma celeridad y violencia de los tiempos iniciales.
Cuando una nación se acaba, cuando una tribu es finalmente seducida y se funde con otra en el goce del lecho, cuando una lengua muta y desaparece en otra, se está expresando la mejor pulsión de esta aventura globalizadora del hombre, que hoy asusta a tantos como en otros tiempos. Cuando una tribu descubre otros sabores, otras formas de comportamiento y las adopta, comunicando las suyas a la tribu invadida o invasora, se vive el gran proceso globalizador de todos los tiempos.
De esos pueblos vivos y muertos del pasado quedan las huellas de sus nombres: egipcios, persas, chinos, indios, incas, mayas, japoneses, celtas, etruscos, asirios, griegos, romanos, judíos, árabes, fenicios, tártaros, mongoles, vikingos, andaluces, gitanos, inuits, germanos, galos, y tras ellos miles de nombres se suceden y se sucederán por los siglos de los siglos hasta el fin de este planeta. Pueblos al mismo tiempo devoradores y devorados, depredadores y depredados.
Toda gran literatura es de éxodo: los grandes relatos de las sagas indias del Ramayana, la Odisea, la Biblia, la Eneida, Las Mil y una noches, El Quijote, son el testimonio del éxodo y de la mezcla de pueblos, razas y culturas por medio de guerras, invasiones, revoluciones y contrarrevoluciones.
En el idílico mundo de los aborígenes de nuestro continente, también se operaron esas fusiones: los temibles aztecas que eran tribus bárbaras y crueles provenientes del norte avasallaron pueblos y los dominaron. A su vez aprendieron de ellos y fueron vencidos por los españoles con ayuda de tribus rivales que celebraban el advenimiento de una nueva era, libres por fin del implacable yugo azteca. Los incas avasallaron también a otros pueblos.
Los españoles y las potencias europeas en general se dedicaron al lucrativo negocio de la trata de esclavos y arrancaron los habitantes africanos de su tierra para traerlos al Nuevo Mundo en condiciones de crueldad extrema: cinco siglos después la sangre y cultura africanas hacen parte esencial de lo que son América Latina y Estados Unidos hoy. En Brasil, el sur de Estados Unidos y las costas caribes y pacíficas la cultura, la música y el espiritu de los negros terminó por convertirse en la identidad primordial de países enteros, como es el caso de Colombia.
De todas esas mezclas salió este Extremo Occidente que somos, lleno de mixturas sin fin en la licuadora histórica: en las naos españolas venía la sangre mora, negra y judía que se mezcló aquí para fabricar a los frankensteins del occidente extremo. Más tarde, surgió el país que es hoy Estados Unidos, formado por esclavos negros y los miserables de la tierra que huyeron del hambre europea para probar suerte en el Nuevo Mundo hace apenas unos siglos: irlandeses, judíos, polacos, franceses, levantinos, rusos, chinos, negros e hispanos.
Europa, ella misma surgida de mezclas milenarias, habría de traer en el siglo XVIII a este Nuevo mundo las ideas de la Ilustración y el hálito revolucionario que subayace en su permanente rebeldía. Hablamos desde un Extremo Occidente mestizo y por eso en nosotros hablarán siempre a coro y oponiéndose Ariel y Calibán.
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