Eduardo García A.


De los personajes de Manizales que más marcaron mi infancia y adolescencia se destaca Leonardo Quijano, un hombre de leyenda que deambulaba por las calles cargando un gran cartapacio lleno de dibujos, acuarelas y ejemplares de su periódico El Diablo y que se vestía como el gran cómico Charlot, con sombreros alones o bombines, chalecos de color, corbatín, saco y pantalón de paño usados, a veces muy ajustados y otras amplios y flotantes.
Quijano solía pararse en las esquinas cerca de la Plaza de Bolívar para pronunciar agitados discursos en una lengua que él mismo había inventado y usaba en los artículos que publicaba en su pequeño periódico, de cuatro páginas, que se sostenía con la venta gota a gota en los cafés de la ciudad como El Osiris, El Polo, La Cigarra, el Adamson, y publicidad de algunos comerciantes, entre los cuales figuraban Pablo Pachón, el de la Librería Mi Libro, Aparicio Díaz Cabal, el dueño de la Funeraria La Equitativa, la Papelería Veyco, el Sindicato de Bares y Cafés, tiendas de variedades, farmacias, cines, restaurantes y cafés que pagaban pequeñas sumas para anunciarse en la publicación.
La imprenta donde salía el periódico El Diablo quedaba situada en la calle donde estaba el viejo Centro Colombo Americano y varias veces coincidí con él allí cuando estaba ajustando una nueva edición con ayuda del dueño, que era su amigo. Como yo siempre me detenía a escucharlo cuando pronunciaba sus volcánicas y furibundas diatribas incomprensibles, el hombre me conocía y dejaba que yo le hiciera preguntas o tratara de hablar con él, recibiendo como respuesta siempre sonidos guturales.
Varios adolescentes de entonces ya estábamos infectados por la literatura y habíamos fundado un movimiento poético que se pretendía más experimental aun que el nadaísmo, al que bautizamos con el nombre de Fundidismo, inspirados en las vanguardias del siglo XX como el dadaísmo, el surrealismo, el estridentismo y el ultraísmo. Con mi amigo Enrique Cardona Hernández conformábamos el dúo de activistas de ese movimiento poético e incluso editamos un libro artesanal con nuestros terribles poemas, que fabricamos y cosimos con nuestras propias manos bajo el sello editorial que inventamos, las Ediciones Ecurilodaóricas.
Enrique Cardona Hernández, quien después estudió medicina y ha sido un excelente médico humanista, además de genial ajedrecista, hacía parte conmigo del mismo club de Leonardo Quijano y de allí que lo siguiéramos por las calles para tratar de hablar con él o escrutar los misterios de su existencia, su lenguaje críptico y las razones de su delirio, sus iras incontenibles y su mutismo. Y con mayor razón pertenecíamos al mismo club del loco Quijano, pues nos protegía y publicaba en LA PATRIA el nadaísta Mario Escobar Ortiz, quien dirigía un excelente suplemento literario y tenía una columna donde hablaba de nuestro movimiento y nos hacía entrevistas con fotos que nos tomaba el legendario fotógrafo ecuatoriano Carlos Sarmiento, una institución de la ciudad y de LA PATRIA, que ya se acerca al centenario de existencia.
Mario Escobar Ortiz, quien además de poeta era dramaturgo, narrador y artista plástico, protegía a Leonardo Quijano y era su amigo, por lo que conocía la guarida donde vivía el hombre en algún lugar incógnito de la ciudad. El delirante personaje citadino también hacía dibujos o acuarelas que vendía a algunos de los amigos de la cultura, que los había muchos en aquel tiempo memorable y se sentían felices de ayudarlo con algunos pesos para que sobreviviera. Alguna vez el nadaísta Escobar, autor de La piel condena los cuerpos, organizó una exposición de sus obras en algún sitio alternativo de la ciudad.
Sobre él circulaban muchas leyendas que habría que cotejar con quienes lo conocieron o supieron del él antes de que desaparezcan del mapa y ya toda reconstrucción de su vida sea imposible. Se decía por ejemplo que Quijano fue un brillante joven con estudios avanzados que pertenecía a la generación contemporánea de Los Leopardos o los Greco-Quimbayas manizaleños o de la región y que tal vez en algún momento, afectado por las drogas, se habría sumido en su trastorno psiquiátrico sin perder conexión con la cultura y el lenguaje. Otros afirman que era un poeta y artista marginado. Roberto Vélez Correa en su estudio sobre la literatura caldense afirma que antes de su locura fue un dirigente de izquierda.
No he tenido el tiempo para buscar entre los amigos ejemplares de su inolvidable periódico El Diablo para tratar de descifrar sus palabras, ni tampoco he logrado reunir en orden los testimonios de quienes lo conocieron o accedieron a su guarida, algunos de los cuales me han dado detalles de su vida y destino. Por esa razón, estando lejos siempre, mi primera novela Tierra de Leones (1982), publicada primero en México y después en Colombia, surgió de la evocación de esa figura misteriosa.
Los fantasmas de la infancia y la adolescencia suelen atravesarse en la vida de los autores de ficción, por lo que la cantera de la ciudad o del pueblo natal es la que nutre e impulsa la creación. Su figura quijotesca en una ciudad próspera y conservadora a la que imprecaba desde la locura era perfecta para construir una novela en torno a su figura imaginaria, muy parecida y de la misma estirpe del Quijote de la Mancha.
La novela es el mínimo homenaje que podía hacer a quien nutrió el imaginario de los precoces adolescentes de la ciudad que desde temprano vibrábamos con la literatura y los mitos de tantos poetas malditos y locos como Hölderlin, Nerval, Baudelaire, Verlaine, Rimbaud, Nietzsche, Julio Flórez, Antonin Artaud y tantos otros. También nos inspiraban algunas figuras literarias malditas de la ciudad como Javier Arias Ramírez, Iván Cocherín, José Naranjo y José Vélez Sáenz, entre otros.
En el libro me imagino que Leonardo Quijano regresa entusiasmado a la ciudad después de recorrer el mundo y realiza actividades culturales antes de hundirse en la locura y conocer al final el amor, que lo salva. Pero lo importante sería recoger los retazos verdaderos de su existencia, cuya juventud habría transcurrido en los tiempos en que la ciudad fue centro editorial del país con la editorial Arturo Zapata, que publicó a los principales autores colombianos de los años 30 y 40.
Según la leyenda, Leonardo Quijano fue internado varias veces en el Manicomio de San Cancio, de donde salió por gestión de Wadys Echeverry y su grupo Los hijos de la tierra, después de lo cual se habría ido a vivir a Cali con un familiar y desde entonces sus rastros se perdieron. ¿Quién tendrá obras o textos suyos? ¿Dónde habrá ejemplares de su periódico El Diablo? ¿Alguien guardará algunos de sus secretos?
Una ciudad sin grandes locos no es una ciudad y por eso la nuestra bien podría ser una ciudad para Quijano, un mundo de ficción donde otros muchos locos que han residido y perecido ahí pueden ser referencias para reconstruir su historia en los terrenos de la literatura. Todos los grandes olvidados de la poesía, el arte, la literatura y el pensamiento de la tribu deberían deambular por esos espacios paralelos como testimonios de un increíble fracaso y de una posible esperanza. Quijano sin duda fue un mártir crucificado por la realidad aplastante que siempre nos atropella. Su grito, su ira, su furia, sus diatribas, sus imprecaciones se escuchan todavía en las esquinas del tiempo.
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