Eduardo García A.


La revista Aleph dedicó un número monográfico al Festival Internacional de Teatro de Manizales y a su actual director Octavio Arbeláez, donde diversos autores y protagonistas cuentan su historia y la importancia cultural que ha tenido para la ciudad, el país y el continente a lo largo de estos 50 años de existencia, que incluye un periodo durante el cual no se celebró y se pensó que había terminado para siempre. En ese medio siglo han llegado a la ciudad 700 grupos teatrales y 6.500 artistas de 40 países del mundo y a futuro la cifra seguirá incrementándose.
El año pasado, después de mucho tiempo de no coincidir con el festival, asistí a la sesión inaugural, con la presentación de un grupo de Tenerife, y al día siguiente a la de una obra colombiana, y volví a vivir todas las emociones intactas que guardo, pues tuve la fortuna de experimentar, cuando adolescente, la aparición de este evento cultural de primer nivel que reunió a centenares de activistas de la cultura latinoamericana y mundial encabezados por figuras como Miguel Ángel Asturias, Pablo Neruda, Ernesto Sábato y Mario Vargas Llosa, así como Jerzy Grotowsky, Alfonso Sastre, Enrique Buenaventura, Atahualpa del Cioppo, Jack Lang y muchos dramaturgos, poetas, críticos y pensadores importantes del momento a un lado y otro del Océano Atlántico.
La espera en el vestíbulo del legendario Teatro Fundadores a donde iba a cine de niño, la apertura del telón, los aplausos y luego la conversación a la salida y la dispersión hacia cafés o casas donde seguir la fiesta, los amores y la conversación. Muchos años después ahí estaban los viejos amigos que como el gran dramaturgo Juan Carlos Moyano nunca faltan desde entonces. Para un muchacho de 14 años que ya estaba infectado por la literatura, la realización de esos primeros festivales constituyeron una verdadera explosión y la confirmación por lo alto de lo que significaba vivir a fondo la pasión por literatura, la cultura, el pensamiento, el espíritu crítico y el intercambio de ideas.
Todavía escucho la música y los efectos especiales de la obra Comala, dirigida por el brasileño Ricardo Piacentini o a la alegría de Ricardo Camacho cuando fue alzado en hombros en el Club los Andes, al ganar con su grupo universitario de la Universidad de los Andes y la obra Canto del fantoche Lusitano de Peter Weiss. La muchedumbre agolpada a las puertas del Teatro para asistir al recital de Pablo Neruda. La marcha paquidérmica de Miguel Ángel Asturias y Jerzy Grotowsky. La conferencia sobre el tango de Ernesto Sábato. Las fiestas en La Rampa. Imáganes que hacen parte ya de la historia.
A la ciudad venían centenares de muchachos del país y del continente que durante la semana se hospedaban y comían de cualquier forma en lugares improvisados o en casas de amigos, por lo que es frecuente, cuando uno afirma que es nativo de Manizales, encontrarse con personas que recuerdan con gran afecto aquellos viajes juveniles a esa bella ciudad entonces desconocida y situada junto a los volcanes en las alturas de los Andes, como lo cuenta Humberto Dorado en su texto de memorias.
Jóvenes argentinos, brasileños, peruanos, venezolanos, centroamericanos, mexicanos, chilenos y europeos hacían la romería cada año como si se tratara de asistir a un festival de rock de la estirpe de Woodstok o Avándaro, pues la cultura, el teatro y la poesía tenían entonces una importancia crucial y era una forma de afirmar el espíritu de América Latina, hasta entonces marcada por largas dictaduras y el dominio del oscurantismo religioso y político. Muchas historias de amor y amistad se tejieron entre esos jóvenes que vivían la efervescencia de los escenarios no solo en el Teatro Fundadores sino en otros lugares esparcidos por toda la ciudad y sus barrios, donde dramaturgos locales como Óscar Jurado, Néstor Gustavo Díaz, Mario Escobar Ortiz, Rodrigo Zuluaga y Antonio Leiva, presentaban sus obras.
Pero como lo muestra el conmovedor relato del actor Pedro Zapata, el efecto fue luminoso entre muchos de los jóvenes de la ciudad, de todas las clases sociales, quienes pudieron gracias al festival afirmar sus vocaciones culturales e ir en contravía de sus familias y de los rectores de estrictos colegios como el Instituto Universitario y el Instituto Manizales que expulsaban a quienes tuviéramos veleidades culturales como si fuéramos amenazas para la sociedad. En mi vida he visto pocas personas que amen tanto el teatro y la cultura como Pedro Zapata y al leer su texto en Aleph comprendo que en aquellos tiempos él tenía ya un aura muy especial, el aura de la generosidad, la iluminación de quien desde adolescente ya quería dedicarse al arte y esparcir a su alrededor, entre niños y jóvenes, su fuerza y energía románticas.
En los diversos textos aparecen figuras cruciales para la realización de esos primeros festivales, como Carlos Ariel Betancur, quien fue el joven estratega capaz de sacarlo del sombrero de mago contra viento y marea. Nosotros lo vimos en acción y me acuerdo que lo encontré una vez en el metro en París en 1975, en uno de aquellos viajes por el mundo que realizaba en busca de grupos e invitados. A su lado surge otro protagonista con el que estamos en deuda, el brillante dramaturgo manizaleño Óscar Jurado, director de la revista del Festival, cuya obra debería publicarse y representarse y quien fue uno de los más entusiastas organizadores y divulgadores del evento al lado de la poeta Beatriz Zuluaga.
El excelente número monográfico de Aleph debería ser el preámbulo para la publicación de libros amplios donde se reúnan testimonios de tantos visitantes latinoamericanos y europeos, así como la iconografía que debe reposar en las gavetas del recuerdo de actores y espectadores. Ahora que se cumplen 50 años, Manizales se prepara para celebrar el milagro de un sueño imposible que pervive, mostrando la fuerza de la sociedad civil y de los protagonistas culturales que logran a veces triunfar en las batallas más quiméricas por el arte, la cultura, el saber y la poesía.
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