Eduardo García A.


A un día del inicio del desconfinamiento, la esperanza vuelve otra vez a las calles con el aumento de la efervescencia de algunos transeúntes que pasean con niños, parejas o solos en busca de la vegetación o del agua. Desde hace unos días me escapo hacia el río Sena por la Avenida Vincent Auriol, hasta donde llegan los límites de las instalaciones del mayor hospital del país, desbordado desde hace más de un mes por la llegada de enfermos graves en bulliciosas ambulancias y de helicópteros con pacientes urgentes de salida o entrada.
Hoy, un helicóptero amarillo ha realizado varios viajes de ida y vuelta y se ha posado como una mariposa Monarca en la azotea de alguno de los edificios de la ciudad hospitalaria donde trabajó el famoso médico Charcot, profesor de Freud. La nave es el único objeto espacial que cruza por los aires de la ciudad y propicia toda clase de imaginaciones y suposiciones sobre las tragedias que alberga cada misión.
Bajando por la avenida se ven las colas largas de los compradores en los diversos supermercados, los únicos autorizados hasta ahora a abrir sus puertas a los enmascarados clientes que esperan bajo el sol. Durante toda la cuarentena ha reinado el sol radiante, lo que ha facilitado el aislamiento de los millones de habitantes de esta metrópoli, uno de los focos importantes del contagio por coronavirus en el mundo.
Todos los habitantes se han adaptado con paciencia a la rutina que solo es rota a las ocho de la noche para salir a las ventanas, balcones o puertas para aplaudir, cantar o gritar en homenaje al personal médico y a los trabajadores que asumieron las tareas necesarias al abasto de la población. Los dos meses de cuarentena pasaron tan rápido que pareciera
que el año anterior fuera un lejano pasado.
Los días pasan uno tras otro en una sucesión que termina por clausurar los ritmos de la clepsida. El miércoles, como cada primero del mes, sonó la sirena en toda la ciudad como recuerdo de que aquí hubo guerra y cuyo sonido escuchaban los habitantes de entonces durante la ocupación, cuando se presentaba alguna amenaza de incursión o bombardeo. La sirena es probada cada mes de manera preventiva, pues guerras y pandemias siempre son inesperadas.
A lo largo de la avenida se ven las largas colas de compradores enmascarados que hacen fila para entrar a los supermercados o tiendas de productos alimenticios, únicos autorizados a abrir. Y más abajo, ya llegando al río, hay una cola grande para ingresar a la tienda Truffaut, especializada en venta de flores y plantas de todo tipo.
En el largo malecón, situado al frente de la gigantesca Biblioteca Nacional, se ven los barcos anclados donde funcionan restaurantes y bares siempre repletos para la fiesta nocturna en todas las estaciones. Barcos con pintas de naves de guerra o con aires de naves piratas de tiempos pasados, ahora parecen barcos fantasma abandonados a su suerte.
Frente a ellos me refugio todos todos los días debajo de un árbol a ver pasar los gigantescos barcos cargados de cemento, piedras, mercancías o combustible, únicos autorizados en tiempo de peste. Siempre llevo una bolsa de la tienda Carrefour con cervezas holandesas y belgas y en la mano libros o revistas para pasar la tarde leyendo y mirando el oleaje del río.
Casi nadie viene por aquí en cuarentena por miedo al virus, pero es una ribera feliz para pensar ahora que no hay turistas ni miles de paseantes vespertinos. Todo esto me hará falta a partir de lunes próximo cuando retornemos a la normalidad y el acelere urbano. Añoraremos todos estos tiempos de confinamiento, reducidos a lo esencial como pocas veces en la vida.
Esta tarde he leído con calma un número especial de una revista dedicada a los filósofos Schopenhauer, Kierkegaard y Nietzsche, una deliciosa edición ilustrada con fotos raras y datos poco conocidos de estos seres atormentados que rompieron con los sistemas totales y perfectos como los de Hegel y otros megalómanos y trataron de acercar la filosofía a la vida y sus autobiografías. El cascarrabias, el seductor sentimental y el loco iluminado me acompañaron felizmente esta tarde, una de las últimas de cuarentena. Aires de tiempos románticos.
Mientras acabo las cervezas frías que vienen de Holanda y Bélgica, recibo el mensaje de estos filósofos que nos fascinaban en la adolescencia y que consiste en tratar de vivir sin esperanza en la salvación o en la instauración de mundos felices y perfectos sin dolor. Vivir la vía día a día con sus pequeñas catástrofes y felicidades cotidianas porque no hay remedio.
En dos días ya habrá mucha gente y ruido por aquí en este malecón. Por unas semanas sentí el placer de leer y libar debajo de un árbol durante el tiempo autorizado en la tarde, y a veces bastante más, agotando deliciosas cervezas mientras observaba las fotos de los ámbitos donde vivieron estos tres filósofos tan actuales para todos. Y de paso ver el flujo del río que cruza la ciudad, el paso de los barcos de carga, el vuelo de las aves que vienen del mar y la irrupción de la vegetación abandonada por jardineros y
podadores.
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