Eduardo García A.


En las calles empinadas del viejo Lisboa, con sus tranvías traqueteantes de donde salen chispas y las plazas anacrónicas, se siente la sabiduría que da el perdido esplendor de un gran imperio. En la desembocadura del Tajo y frente a un Atlántico brumoso, con los rayos oblicuos de un sol que parece venido de Oriente, uno comprende que esos hombres silenciosos y en apariencia modestos de hoy, son los descendientes de quienes se aventuraron primero por los mares del mundo hacia las lejanas tierras antípodas. Los portugueses callan y miran. Fueron grandes y de ese gran imperio cantado por Luis de Camoens en Os lusiadas sólo queda la entrañable saudade o nostalgia que supo expresar el poeta Fernando Pessoa en los primeros años del siglo XX, cuando ya todo se había derrumbado.
Había llegado desde Oporto al modesto Hotel Borges, en la esquina del conocido café O Brasileira, donde se encuentra la estatua en bronce del poeta Pessoa, sentado, tomando café y leyendo el periódico entre los bulliciosos clientes, con su aire de eterno anacrónico profesional. Está él allí para siempre con su gabardina, el sombrero Stetson, las gafas redondas de carey, su bigotito y la timidez a cuestas de genio incomprendido y pobre que fue el autor de la Oda marítima. Los porteros del hotel están acostumbrados a ver llegar poetas de todo el mundo que vienen tras los pasos de Pessoa y recalan ahí emocionados de estar por fin en la rua Garrett, que lleva el nombre de Joao Baptista de Almeida Garret, poeta romántico nacionalista muerto en 1854, y de poder caminar por las calles que devoraba el transeúnte con su portafolio lleno de poemas, cartas de amor nunca enviadas y facturas de empleado comercial.
Con una habitación destartalada y barata, que en realidad eran tres, y balcón con vista al poeta de bronce, veía el ajetreo cotidiano de la ciudad sobre los techos y a lo lejos el río, los barcos, el mar, el sagrado mar Atlántico, centro de todas las aventuras y todos los fracasos. El portero me había dado las llaves de ese cuarto privilegiado, como sin duda muchas veces lo hizo con otros buscadores de sensaciones literarias que al subir las escaleras, entre el rancio olor a viejo, sabían que recibían un premio inmerecido otorgado por el duende a los viajeros del imperio.
Afuera del hotel, tras despedirse como siempre de la estatua de Pessoa, uno visita las librerías de la calle Garret. Luego puede detenerse en alguna placita donde se encuentra el busto del novelista Eça de Queiroz, o deambula por calles llenas de pequeños empleados en busca de un restaurante barato, o ve los viejos palacios que sobrevivieron a la destrucción del gran terremoto de Lisboa en 1755 o los construidos después, como en la Plaza de Comercio, y sube y baja por laberintos de callejuelas marcadas por el nombre emblemático de Vasco da Gama, que le abrió a los portugueses las grandes rutas de las indias orientales.
Como se cuenta en la maravillosa colección de las Historias Trágico-marítimas, esos primeros viajeros como Vasco da Gama salían en las naos sin la certeza de regresar algún día a Portugal. Eran cientos los que emprendían la aventura, pero en el largo viaje, bordeando las costas africanas o cruzando el Océano Indico hasta llegar a las famosas Islas Malucas, Borneo, Java y Filipinas, morían por enfermedades, hambre o peste, en naufragios, o al quedar varados en alguna costa donde eran atacados y les imponían terribles suplicios. Cuando alguna de las naves de la flota tenía la suerte de retornar, eran sólo unos cuantos los sobrevivientes y, como si hubieran ido a Marte o a Júpiter, dejaban por escrito el relato de sus aventuras.
El imperio se hundió, otros países tomaron las riendas del poder mundial y Portugal se quedó allí en esa esquina de la península ibérica con la dignidad del monarca pobre y destronado. Eduardo Lourenço reflexiona sobre la formación de esa identidad portuguesa gestada a lo largo de ocho siglos, dando la espalda a la odiada España y a Europa y mirando al mar y a las rutas de Indias.
En Europa y Nosotros este lúcido ensayista nacido en 1923 dice que el “destino portugués se define cuando Portugal abandona su proyecto ibérico o lo integra en el más vasto e imprevisible de los descubrimientos marítimos y de la colonización”. Y al analizar el milagro de que una pequeñísima nación pudiera lograr una desmesurada dimensión imperial en el siglo XVI, dice que ni “Roma ni Cartago conocieron semejante distorsión entre lo que señoreaban y las fuerzas de que disponían”.
Toda esa peculiar historia puede sentirse desde el balcón del Hotel Borges, en la romántica rua Garret de Lisboa. En los lamentos del fado de Amalia Rodrigues, cantado en los bares más pequeños de todo Portugal, entre la humareda de los cigarrillos y el olor de las comidas marítimas, se entiende cómo los portugueses saben que todo esplendor está condenado a marchitarse y a morir. Y en el convento de los Jerónimos, frente a las tumbas de Camoens, Vasco da Gama y Pessoa, en las viejas estancias del tiempo, el visitante comprende por fin la lección de Portugal y su sabia nostalgia.
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