Eduardo García A.


Algo ineludible se presentará en las personas que han vivido la experiencia de este agitado año 2020, que será recordado por ser uno de los ceses más drásticos de la economía y la vida en la mayor parte del mundo y por la muerte de cientos de miles de personas víctimas de un virus letal que aun circula con fuerza en el continente americano. Se trata del desasosiego, ese malestar profundo que se ancla en el fondo de los corazones de los humanos como la saudade de Fernando Pessoa. La incertidumbre es la madre de todos los miedos, pero también de las esperanzas.
La desestabilización de las sociedades y los seres humanos por las guerras, tragedias, catástrofes o pestes es la partera de grandes descubrimientos y cambios y la impulsora de nuevas dinámicas históricas. El gran historiador Fernand Braudel, uno de los más lúcidos conocedores de la historia de la humanidad, cuyos libros son básicos para cualquier estudiante de las ciencias humanas, estudió en detalle las consecuencias de la peste del siglo XIV, que a la larga causó la próxima expansión económica y cultural de la humanidad.
Los pueblos han vivido siglos de prosperidad y explosión demográfica a partir de la desolación de guerras, catástrofes o enfermedades previas, pero los efectos de ese progreso terminan por ser la enfermedad letal de esas glorias imperiales registradas en monumentos, pirámides, calendarios monolíticos y piedras grabadas, ya que la humanidad, al reproducirse sin freno y ampliar los territorios de su conquista, termina por aniquilar naturaleza y generar hambrunas y guerras desesperadas por la codicia de las riquezas.
Braudel describe que después de esas mortíferas pestes la humanidad sobreviviente gozó de prosperidad, al poder repartir entre pocos las riquezas agrícolas y mineras de la tierra o la abundancia celestial, marina y fluvial. Asimismo las propiedades y territorios dejados por los ricos difuntos aniquilados por la peste o la guerra pasaron muchas veces a manos de sus peones o esclavos o de los nuevos invasores y crearon clases ascendentes y tiranos inéditos, nuevas religiones o delirios.
La aparición de la peste del coronavirus contemporáneo se agrega a un malestar mundial en casi todos los ámbitos, con guerras puntuales y terribles en focos de interés geopolítico para las potencias, el cambio radical de las costumbres de la humanidad actual conectada en permanencia a las noticias y las redes y fácil de manipular por astutos propagandistas, la aparición de movimientos extremos de carácter religioso o político que logran adeptos por millones y son liderados por personalidades parecidas al malvado Guasón de la película Batman.
Pareciera que la humanidad, hipnotizada por esos personajes radicales que siembran el odio, el miedo y la incertidumbre permanente, obedece sus órdenes y sus consignas como zombies, entes anancefálicos, criaturas de una película de ciencia ficción. La velocidad de la información y la propaganda es tal que la gente reacciona de manera primaria y no tiene tiempo para pensar, reflexionar, cotejar, sino para responder con la emoción al rojo vivo, impactados por rayos y centellas de noticias falsas, calumnias, chismes e injurias. La red internet se ha convertido en una cloaca de odio y mentira y un semillero de cuchilleros y pistoleros metafóricos.
Hay desasosiego en los olvidados de la tierra que sufrirán las consecuencias de la crisis económica dejada por el virus y saldrán de ella aún más pobres que antes. Desasosiego y malestar en las clases medias estremecidas por la recesión y afrontadas a la posibilidad de hundirse en el abismo y perder el nivel de vida que habían conquistado a veces tras duros años de esfuerzos y sacrificios. Temor en sectores económicos de la sociedad antes prósperos, que de repente vieron bajar la cifra de negocios a cero y que tal vez no se recuperen del cimbronazo.
En las grandes crisis como las de 1929 o 2008, muchos prósperos vieron desaparecer sus fortunas en un instante. De repente las acciones, títulos, bonos, perdieron todo su valor y desaparecieron los dividendos que estaban acostumbrados a recibir y les garantizaban una vida de ocio y comodidad. Jubilados felices emprendieron el camino de la precariedad. A todos se les derrumbó el mundo como un castillo de naipes. La humanidad tardó años en volver a tomar el rumbo, pero poco después habría de chocar con nuevos percances generales.
A la turbia sensación del largo encierro se agregará esta vez el malestar de volver a la actividad y a la calle en condiciones desmejoradas en materia laboral y económica. Descubrir la fragilidad de la vida en tiempo real es un golpe que dejará huella en todos y los sacará del letargo del satu quo. El desasosiego es un malestar que corroe el interior de los seres y mucho más en quienes suelen ser humanistas que piensan, leen, tratan de desentrañar los misterios de la vida, las incógnitas del más allá o del más acá.
Por eso la extraña hecatombe de 2020 marcará el pensamiento de niños y jóvenes que vivirán el resto del siglo y de ese episodio saldrán nuevas formas de pensar, escribir, cantar, orar o administrar. La cultura y el pensamiento de los próximos años ya no podrá ser como los que reinaban en estas primeras dos décadas del milenio, pues del desasosiego surge la esparanza de los nuevos. Los historiadores del futuro descifrarán estos hechos y los cotejarán con otras eras pasadas a medida que pase el tiempo implacable e impredecible.
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