Eduardo García A.


Después de tres lustros en el poder, Angela Merkel dejó la cancillería alemana esta semana, quedando un grato recuerdo entre sus gobernados, que la consideran una matriarca germana protectora como las Venus neolíticas, y los contemporáneos del mundo, pues durante todo su mandato se caracterizó por la tolerancia y el diálogo.
Nació en 1955 en la entonces República Democrática Alemana (RDA) que estaba bajo dominio soviético después de las reparticiones geoestratégicas de la posguerra y en ese ámbito, del que ahora muchos tienen nostalgia, realizó una carrera universitaria científica, lejos de las ambiciones de la política y el poder.
Pero el destino es a veces caprichoso, pues tras la caída del Muro de Berlín en 1989 y el derrumbe de la Unión Soviética vino el tiempo de la impensable reunificación alemana en una serie de sucesos vertiginosos que cambiaron el mundo. Durante décadas el Muro estuvo vigilado por guardias grises que disparaban a quienes osaran cruzarlo y daba pavor circular por las estaciones orientales cerradas del metro por donde los habitantes de la Berlín occidental se veían obligados a cruzar para ir de un lado a otro de la ciudad.
Cuando uno pasaba de visita a Berlín oriental podía cotejar el contraste de los dos mundos y percibir la uniformidad y el orden reinantes en aquel lado misterioso gobernado por la mirada severa de la policía y las estatuas. A un lado la abundancia en los supermercados, el rock y la fiesta noctámbulas, el arte y la música modernas y al otro la escasez en las estanterías y el lúgubre silencio del tiempo detenido y la vida controlada. En ese ámbito creció la joven Merkel sin pensar jamás que algún día se convertiría en la canciller de la Alemania reunificada y en uno de los líderes políticos más importantes del siglo XXI.
Un día la gente se dio cuenta de que el muro había perdido para siempre el aura del tétrico simbolismo de la guerra fría y en un delirio de fiesta fue invadido por esa incrédula juventud de uno y otro lado que poco lo fue derribando, en medio una fiesta sin fin ante la mirada atónita del mundo. La humanidad entera estaba fascinada por vivir en directo la acción de la historia, el fin de medio siglo de guerra fría y de un orden mundial que se habían agotado. A mí me tocó vivir la euforia en Nueva York, a donde en la madrugada llegaban los diarios europeos que traían las frescas noticias y los amigos deambulamos embriagados de fiesta por Greenwich Village y las calles universitarias y estudiantiles que se negaban a dormir, mientras en bares y restaurantes la gente comentaba en voz alta lo ocurrido y observaba las imágenes en las pantallas televisivas.
De repente la generación de Angela Merkel se vio catapultada a la actividad política y a la libertad electoral y en ese ajetreo la brillante joven se destacó como colaboradora de los nuevos líderes que emergían del hielo en la RDA. Era una muchacha común y corriente que vestía con la negligencia y la sencillez de la gente de la Alemania oriental y guardaba la serenidad de quienes llegan a responsabilidades en las que nunca pensaron. Joven ministra, la Merkel crece al lado del gran canciller Helmuth Kohl y se convierte en artífice de ese nuevo país unificado que sería la gran potencia europea.
Al llegar al poder se destacó por esa sencillez, frescura y capacidad de tolerancia y diálogo. Hasta el final vivió como cualquier vecina en su apartamento, fue siempre de compras al supermercado y se le veía departir con sus amigas en las cafeterías como un empleado cualquiera. Aunque venía de un partido de derecha liderado por viejos carcamanes provincianos, gobernó la mayor parte del tiempo aliada con los socialdemócratas.
Cuando tuve el honor de hablar con ella en la cancillería alemana en el marco literario del Congreso del Pen Internacional que se celebraba en Berlín en 2007, percibí la naturalidad de una líder a quien nunca se le subieron los humos y sabía de dónde venía y para donde iba. Por eso, cuando tomó la difícil decisión de abrir las puertas de su país a millones de migrantes mediorientales que se hacinaban en las fronteras huyendo de las guerras, recordaba que ella y los suyos venían del otro lado de la Cortina de hierro y que durante décadas se vieron abocados a los mismos problemas del éxodo y la penuria. Fue muy criticada por esa medida, pero finalmente la historia terminó por darle la razón.
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