Eduardo García A.


Volver a recorrer los pasos de Marguerite Yourcenar a través de la biografía escrita por Josyane Savigneau es una verdadera delicia, ya que en estos tiempos de permanente e insulsa algarabía planetaria, conectarse con ella ayuda al lector a confirmar que no está equivocado y que los libros, la literatura, la historia, el pensamiento son los mejores remedios contra el descreimiento o la fatiga que prodiga el caótico mundo contemporáneo. No está nada mal viajar a los tiempos de Alejandro Magno, Julio César o al Imperio Romano de Adriano o Nerón para constatar que el mundo cambia poco.
Yourcenar (1903-1987) es un ejemplo de lo que significa ejercer contra viento y marea la pasión de leer, pensar y escribir. Era un roble humano y una inteligencia deslumbrante. Tuvo la fortuna de ser confortada desde temprano en esos placeres por el padre viudo, viajero aristócrata que le puso maestros privados y la llevaba con él a lugares exquisitos de la costa Mediterránea, Italia y Suiza, donde solía ir a divertirse y a desahogar su pasión por el juego en lujosos casinos.
Huérfana de madre, la escritora creció al cuidado de ayas y se adecuó a la soledad y el rigor de los internados donde la única diversión posible era el estudio y la lectura. Su padre le financió la publicación de sus primeros libros cuando aún era adolescente y tras su muerte le quedó una fortuna que le posibilitó viajar durante una década a sus lugares más preciados, donde siguió los rastros de las culturas helenística y latina y vivió pasiones con hombres de cultura que nunca olvidó.
Hedonista, amante de la vida y el placer, atenta a los destinos humanos y los sucesos del mundo, Yourcenar se conectó desde temprano con los medios literarios de París y publicó en revistas ensayos y ficciones que le servirían luego como embriones para sus obras mayores, entre ellas las Memorias de Adriano, que le dieron la fama mundial y al final la gloria en vida, como una de las grandes autoras del siglo XX, al lado de Virginia Woolf y Hannah Arendt, entre otras.
Agotada la fortuna, se ganó la vida traduciendo para grandes editoriales francesas obras como Las Olas, de la Woolf, a quien visitó para ese efecto y después, cuando ya muchos huían del avance nazi y se avizoraba la conflagración, se trasladó a Estados Unidos. Allí fue contratada por un colegio para chicas ricas de la costa este donde impartió clases de literatura durante una década. Quienes la conocieron en aquellos sombríos años la describen como una mujer altiva, excéntrica, elegante, que impresionaba por su inteligencia y erudición y su fuerza de carácter.
Mount Desert se convierte en un refugio literario y con la ayuda y lealtad de Grace Frick reanuda los contactos con el mundo literario parisino, que recobra fuerza en tiempos de posguerra. De esa casa salen una tras otras sus nuevas obras y poco a poco se convierte en una leyenda de la lengua francesa, orgullo nacional, y en la primera mujer en acceder a la más que centenaria Academia Francesa, solo compuesta por varones a través de los siglos.
Su ingreso a la institución la proyecta a la cima de su fama y periodistas, lectores, académicos, admiradores, acuden a verla en su retiro, convirtiéndola en una pop star, cuya elocuencia asombrosa y gracia seduce en los máximos programas televisivos, entre ellos los dirigidos por Bernard Pivot, Jacques Chancel y otras estrellas del periodismo cultural, cuando un escritor podía aun atraer masivamente a los televidentes, cosa hoy impensable.
Fallecida su pareja, Yourcenar inicia una relación con el joven Jerry Wilson, con quien decide viajar durante un lustro a los países más exóticos de Asia y Oriente Medio, y visita las ciudades europeas, asiáticas, magrebíes o egipcias donde está anclada su obra. A donde llega, es recibida casi con honores de Estado y en Ginebra se entrevista con Jorge Luis Borges, su contemporáneo y congénere en la genialidad literaria. Wilson, con quien sostenía en la ancianidad una relación conflictiva y apasionada, muere en París y ella retorna ya solitaria a Mount Desert, donde fallece después de un derrame cerebral. Durante sus últimos días, esa gran máquina de pensar permaneció en el delirio.
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