Eduardo García A.


La extensa opereta cómica en que se ha convertido el asunto catalán en España, que no por cómico carece de peligros y riesgos reales de provocar sangre, dolores y cicatrices incurables para la población hispana, nos recuerda a los contemporáneos que la humanidad ha vivido en guerra por esas razones desde el fondo de los tiempos y que aunque a veces pensamos que ella logró altos grados civilizatorios, es probable que a futuro se vuelva a reincidir masivamente en esos delirios. Todo hacía pensar que Europa había logrado cierta estabilidad, dejando atrás los terribles fantasmas que llegaron a su punto máximo con Hitler y Mussolini, cuando a nombre de una raza pura los nazis procedieron a matar millones de judíos, gitanos y otros individuos que para ellos eran de razas inferiores a la suya.
De nada valieron décadas de reflexiones durante las cuales escritores, filósofos, líderes religiosos y políticos, sociólogos y antropólogos advirtieron sobre los peligros de que una etnia específica busque apartarse de los otros. De nada valieron cientos de filmes, documentales donde se advertía de la necesidad de convivir al interior de países, regiones o continentes sin discriminaciones raciales o culturales de ningún tipo, bajo el criterio de que antes que todo somos seres humanos, sin importar el color de nuestras pieles o nuestros supuestos orígenes.
Hace apenas dos décadas, al caer la Unión Soviética, Yugoeslavia estalló y los Balcanes se incendiaron en una guerra ante el mundo en la que se cometieron las peores atrocidades a nombre de pequeños nacionalismos absurdos. La máquina trituradora volvió a funcionar dejando fosas comunes pobladas de decenas de miles de cadáveres en la tierra donde surgían microestados como Bosnia, Kosovo, Montenegro. Lo mismo ocurrió en los territorios abandonados por el ejército soviético donde a su vez surgieron naciones gobernadas por dictadores corruptos o líderes religiosos o étnicos que persiguen a sus hermanos a nombre de dioses, lenguas o etnias.
Las mismas razones agitan las guerras actuales en Oriente Medio, la primera de las cuales la que opone al gobierno israelí y a los palestinos, enfrascados desde hace cien años en una conflagración que se remonta a los tiempos bíblicos y que parece no tener solución, pese a que velan por ella todas las instituciones internacionales. En los territorios donde hace tiempo existió Nínive, también las fronteras cambian cada semana en medio de una guerra con decenas de matices incomprensibles protagonizados por chiítas, sunitas, kurdos, persas, yihadistas radicales y potencias mundiales, dejando en ruinas todas las ciudades y convertidos en desiertos calcinados los campos. En África también la fiebre sube y baja al vaivén de las luchas étnicas que se dirimen a machete y bala y dejan millones de desplazados y hambrunas.
La fiebre de una parte de los catalanes blancos y de buenos apellidos, liderados por políticos inescrupulosos de muy bajo rango que se sienten superiores a los españoles andaluces, murcianos, gallegos, valencianos, castellanos o navarros, a quienes dicen mantener sin tener prueba alguna de ello, deja a los observadores del mundo de una sola pieza. Agitando desde hace unas décadas a una parte de su pueblo, vendiéndole la ilusión de que independientes serán mucho más ricos y puros, han terminado por pudrir el ambiente social y cívico de una de las regiones más bellas y de paso hacer cimbrar los cimientos del Estado español, que desde hace cuatro décadas había logrado una buena convivencia democrática, y de paso amenazar los propios fundamentos de Europa en un contexto de auge de las fuerzas centrífugas nostálgicas del fascismo y el nacionalismo.
El daño ya está hecho pues incluso al interior de las familias y las amistades de la región catalana se han levantado los muros del odio, que es el combustible necesario para nacionalismos y veleidades identitarias. Un odio que es tanto más absurdo cuando se aplica precisamente al hermano que habla tu propia lengua y ha crecido en las mismas tradiciones desde hace siglos. Porque por la península Ibérica, de donde provienen los ancestros de muchos latinoamericanos, han pasado todos los pueblos desde hace milenios: árabes, judíos, griegos, fenicios, romanos, franceses. Nadie ahí puede creer que es puro y diferente a sus vecinos porque son fruto de ese mestizaje milenario de pueblos y culturas.
Unos dos millones de catalanes están convencidos de que son una raza aparte que debe separarse de los españoles, lo que es un delirio que los llevará a fragmentar hasta su cuerpo, exorcizando de él la parte indudable de espanol que lleva. Recordemos que en la gran novela ibérica El Qujiote de la Mancha, el ingenioso hidalgo enloquecido llega a Barcelona y allí vive el último episodio de su lucha con el Caballero de Verde Gabán, enviado para vencerlo en franca lid en las playas mediterráneas y traerlo de regreso a casa entre los suyos. Ahí en Barcelona salía el segundo volumen de la extraordinaria novela que Miguel de Cervantes y Saavedra comenzó a escribir en Sevilla, donde estaba preso.
Otros tantos millones de catalanes, una mayoría hasta hace poco silenciosa encabezada por Juan Manuel Serrat y Juan Marsé, no están de acuerdo con que deban separarse de España y que unos políticos fanáticos los obliguen a ser extranjeros en su propia tierra. Son millones de catalanes que llevan en su sangre ancestros de todas las provincias españolas, pero han nacido y vivido ahí en esa bella tierra y crecido en Barcelona, Girona, Tarragona o Figueras y consideran absurdo separarse con odio de sus propios hermanos. Porque lo que sí es cierto es que la riqueza de Cataluña fue fraguada con el sudor de esos trabajadores de todas las regiones españolas que acudieron allí desde los años 50 en adelante a construir carreteras, fábricas, edificios, vías férreas. Muchos de esos viejos lloran hoy cuando se ven agredidos por sus nietos independentistas que los reniegan por ser españoles.
Europa y España hubieran debido ahorrarse esta absurda comedia, mucho más cuando en dos años el Reino Unido se replegará en sí mismo apartándose de la Unión Europea tras el famoso Brexit, irresponsablemente provocado por políticos demagogos en busca de votos. Pero la comedia es real y peligrosa y debemos contar con ella. Tal vez esta fiebre separatista de una parte de la población catalana sea el anuncio de que vendrán más veleidades de este tipo y como ha ocurrido hace siglos, Europa volverá a la larga a separarse en múltiples ducados, reinos, baronias, ciudades Estado, que hace siglos vivían peleándose entre ellos. No sé cómo los políticos españoles y catalanes saldrán de este enredo, pero lo cierto es que el daño ya está hecho y que durante varias genraciones esa cicatriz y ese odio entre hermanos seguirán vivos y ardientes ante la mirada estupefacta de quienes amamos a España y a la región catalana por igual.
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