Eduardo García A.


La terrible epidemia del coronavirus que se expande en China y varios países muestra cuán frágil es la humanidad, que en otros tiempos fue atacada por pestes, virus, bacterias, enfermedades indecibles y dolorosas que devastaron regiones enteras o llevaron a la tumba a millones de seres humanos.
Las enfermedades llegaban de lejanos lugares a los puertos europeos o viajaban de esos puertos a los países conquistados, donde los indígenas morían por millones afectados por la viruela u otras enfermedades. Hasta que fueron controladas por la penicilina, enfermedades como la tuberculosis acabaron con generaciones enteras.
A veces los barcos fantasmas infectados debían quedarse lejos de las costas mientras en su interior uno a uno iban perdiendo la vida los viajeros sin esperanza alguna. Paleontólogos, arqueólogos y expertos en distintas disciplinas saben ahora descifrar en los restos de humanos de hace miles o decenas de miles de años las razones por las cuales una población fue diezmada.
De la misma forma los geólogos revelan en sus excavaciones las razones de las catástrofes que hicieron desaparecer pueblos enteros, como las explosiones de poderosos volcanes o las caídas de meteoros gigantes que durante mucho tiempo cubrieron la atmósfera terráquea de humo y polvo, impidiendo la llegada de la luz vital del sol y cambiando radicalmente el comportamiento climático.
A eso se agregan los terremotos provocados por la permanente fricción de las placas tectónicas de la superficie de la tierra, una corteza tan viva, dinámica e impredecible que en cualquier momento puede arrasar con todo lo habido y por haber, desgajar montañas, derruir ciudades o crear tsunamis espantosos que barren las costas y se tragan poblaciones enteras.
Olvidamos los humanos que estamos aquí de paso y que nuestra existencia como especie es tan perecedera como todas las que ya a lo largo de la historia de la vida han desaparecido tarde o temprano de la faz de la tierra. Somos una especie absolutamente reciente, que apenas da sus primeros pasos y cuyo avance científico, cultural y tecnológico se cuenta con los dedos en unos cuantos miles de años.
A medida que los humanos nos instalamos en el mundo construyendo ciudades y templos, cuidando ganado y cultivando las tierras, creamos también los dioses, las religiones y los poderes terrenales. Y en ese proceso hemos sabido avanzar vertiginosamente en el conocimiento y el dominio de la naturaleza y las cosas. Hace cien años ningún humano podía imaginar las maravillas inventadas en el último siglo ni los avances en la ciencias y la astronomía, que descifran los misterios insondables del universo.
Es probable que los contemporáneos no nos imaginemos las maravillas tecnológicas que depara el futuro, pero tampoco sabemos si la humanidad avanzará tanto en la ciencia de la guerra que logrará atentar contra sí misma y autodestruirse. De todos los inventos, la guerra ha sido una de las constantes de la humanidad.
La historia de la criatura humana está impulsada por el éxodo permanente y el desplazamiento de las poblaciones por parte de otros grupos más poderosos. Creados los reinos y las naciones, éstos se han enfrascado siempre en conflictos interminables que han sembrado el terror en pueblos, campos, ciudades y puertos.
Pese a la guerra permanente, la humanidad sigue aquí y cada vez se incrementa la población de manera exponencial hasta el punto de poner en peligro la existencia misma de la especie, al devastar los bosques y contaminar tierras, aire y océanos.
Las guerras devastan ciudades que luego son reconstruidas y progresan y se vuelven maravillas para luego volver a ser derruidas por los ejércitos en pugna. En estas últimas décadas hemos visto desaparecer ciudades e infraestructuras generales de grandes países como Yugoslavia, Irak, Siria, Afganistán, Libia, Sudán y Yemen, entre otros muchos.
Y lo peor es que cuando termina una guerra por terrible que sea, como las ocurrida en Siria o Libia, los poderes del mundo preparan de inmediato el terreno para crear nuevas conflagraciones en otros lugares donde venderán felices armas, tanques, misiles, proyectiles. Una vez arrasado un país, esas mismas potencias proceden a firmar los multimillonarios contratos para la reconstrucción de carreteras, ciudades, pueblos, aeropuertos, industrias, hospitales, acueductos, redes eléctricas y otras cosas que ellos mismos destruyeron.
Ese ha sido el ciclo bélico incesante de la historia de la humanidad desde los tiempos de La Ilíada y la Odisea, El Ramayana y el Mahabarata, la Biblia y El canto de los Nibelungos y probablemente seguirá hasta el fin de los tiempos.
Sin embargo, las pestes y las enfermedades que brotan de tiempo en tiempo, de siglo en siglo, nos recuerdan que la propia naturaleza se las arregla para diezmar y borrar de la tierra a las especies que en un momento dado han atentado contra la vida global por su gigantismo o su exagerada capacidad depredadora.
El surgimiento y expansión del nuevo coronavirus chino, que recuerda el Síndrome Respiratorio Agudo Severo (SRAS) que hace tres lustros golpeó en ese mismo lugar, así como otras infecciones aviarias o porcinas surgidas de la industrialización loca de la producción de carne, nos vuelve a recordar que no solo nuestro paso como individuos es aleatoria y fugaz sino que la propia especie siempre tiene la espada de Damocles encima. Pero nunca sabremos el desenlace de esta historia, porque ya no estaremos aquí para saberlo.
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