Eduardo García A.


Cada 9 de abril muchos colombianos de diferentes bandos vuelven a referirse con pasión a la gran herida que significó el asesinato de Jorge Eliécer (1998-1948) y las consecuencias de la explosión popular y la violencia subsiguiente que se prolonga insaciable hasta nuestros días.
Pero la verdad es que salvo los investigadores que han trabajado desde las universidades los acontecimientos históricos con el rigor necesario, el resto de mortales nacimos, crecimos y vivimos en Colombia atados a unas imágenes recurrentes que incluyen el rostro del asesinado y la muchedumbre en medio de la destrucción del centro de Bogotá, mientras en el palacio presidencial los notables de ambos partidos dominantes negociaban insomnes la solución del desastre.
Junto al rostro del aun joven caudillo muerto, un mestizo de origen popular que estudió en Italia y fue brillante abogado o al lado del cuerpo del asesino Roa Sierra, arrastrado por las calles, nos asedian siempre las imágenes del impasible presidente Ospina Pérez y la fogosa primera dama pistola en cinto, la legendaria Berta Hernández, rodeados de políticos de traje y encorbatados, liberales y conservadores que negocian tras bambalinas encerrados allí mientras la muchedumbre aúlla borracha por las calles cargada de machetes, cuando suenan afuera las descargas de las ametralladoras y los fusiles y se desploman los cuerpos inertes desde las azoteas.
Terrible pesadilla aquella que sigue siendo una incógnita, pues como en todos los casos de magnicidios realizados en momentos estratégicos como esa Conferencia Panamericana que se realizaba en Bogotá y congregaba a centenares de representantes diplomáticos y espías, nunca sabremos cuales fuerzas oscuras e intereses estaban involucrados en la sombra. Lo cierto es que los hechos ocurrieron y fueron una especie de parteaguas cuyas consecuencias siguen vivas y ardientes en torno a un núcleo volcánico que siempre está listo a estallar de nuevo, tanto tiempo después, en pleno siglo XXI.
Lo que ocurrió en las dos décadas anteriores, desde la llegada de los liberales al poder con Enrique Olaya Herrera, Alfonso López Pumarejo y Eduardo Santos, después de una larga hegemonía conservadora, hasta la tragedia del 9 de abril, queda por estudiarse o exhumar de los documentos que yacen empolvados en las bibliotecas y hemerotecas.
La investigadora Olga L. González ha estado revisando esos tiempos y ha abierto el telón a la otra figura liberal contradictora de Gaitán, Gabriel Turbay (1901-1947), quien como él murió joven y de manera trágica, después de salir derrotado en la fratricida lucha liberal que abrió el poder de nuevo a los conservadores. Gabriel Turbay murió en 1947 de neumonía y deprimido en París y Gaitán fue asesinado al año siguiente, en 1948. Ambos fueron ministros y parlamentarios, viajaron por Europa y conocieron mundo. Ambos escalaron rápidamente posiciones desde abajo.
La investigadora se pregunta la razón por la cual la figura del trágico Gabriel Turbay fue sepultada en el olvido cuando se trataba también de un hombre joven que no pertenecía igual que Gaitán a las familias del establecimiento y quien como líder en el Congreso se destacó por su inteligencia, elocuencia y capacidad de organización. Nos recuerda que ambos, antes de cumplir 30 años de edad, fueron quienes abrieron el debate de la masacre de las bananeras y dieron vida a la actividad parlamentaria del país.
Es normal que la muerte trágica de Gaitán y su vistosa leyenda terminaran por aplastar la figura de ese líder joven de Bucaramanga de origen turco, quien tuvo que soportar durante la campaña como candidato oficialista liberal los ataques más atroces por su origen, de la misma forma que Gaitán fue insultado por ser mestizo y originario de un barrio popular bogotano, Las Cruces. Curiosa historia pues la de estos dos malogrados candidatos liberales, cuya división hundió al partido comandado por un gran aristócrata como Alfonso López Pumarejo, quien no se dignó tomar partido por ninguno de sus plebeyos discípulos.
Los politólogos escarban en los archivos y tratan de descifrar los acontecimientos políticos de esos años cruciales para Colombia. Y al mirar documentos, recortes de periódicos, al leer los libros de testigos e historiadores, no queda más remedio que reiterar que la política colombiana es un circo de turbios intereses y acendrados egoísmos de narcisos, donde en fin de cuentas todos han salido perdiendo y los bandidos ganando. La política en el país es una interminable algarabía, una opereta de mala calidad, una riña de cuchilleros, que siete décadas después sigue igual de insondable e incomprensible.
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