Eduardo García A.


Hacía casi dos décadas no venía a Cali, la ciudad de Andrés Caicedo, malogrado escritor colombiano apasionado de cine que se suicidó a los 25 años de edad y se ha convertido en un mito reciente de la literatura latinoamerica al lado del fallecido chileno Roberto Bolaño, con quien hace parte de un selecto grupo de escritores muertos nacidos en la década de los años 50 del siglo pasado.
Cali, por supuesto, es muchísimo más que Andrés Caicedo y su grupo de Caliwood, pero en tiempos de dudas sobre los rumbos de la literatura latinoamericana, que ha pasado de moda en el mundo, y en pleno crepúsculo de las últimas grandes figuras dinosáuricas del viejo boom latinoamericano encabezadas por Mario Vargas Llosa y su Jurassic Park, editoriales, libreros y profesores universitarios han decidido armar con retazos dos leyendas atractivas, nutritivas y fructíferas que son un himno a la juventud eterna, a los que decidieron suicidarse antes de tiempo o fueron atrapados prematuramente por la enfermedad.
Se llega a Cali por tierra a lo largo del fértil Valle del Cauca, un paraíso irrigado por el río Cauca que se parece a las versiones bíblicas de las cuencas del Nilo, el Éufrates, el Indus y el Mississippi, donde a través de extensiones interminables de cañaduzales las tierras plenas de humus negro y vitalidad producen vegetales, árboles frondosos y pastos que alimentan a millones de cabezas de ganado, entre el cántico de los pájaros y el chillido bucólico de los más extraños y fabulosos animales.
La perfecta autopista moderna que cruza desde el puerto fluvial de Cartago todo el departamento del Valle por ciudades como Sevilla, Tuluá, Buga y Palmira, nos pasea por esos campos de donde mana el aroma de todas las flores, hojas y troncos del mundo. Los viajeros europeos que vinieron en los siglos XVIII y XIX, como el barón de Humboldt y el francés Charles Saffray, siempre se maravillaron de estos espacios fabulosos donde transcurrió la historia romántica de Efraín y María, héroes románticos relatados por Jorge Isaacs, guerrero y poeta que escribió una de las novelas latinoamericanas más leídas de todos los tiempos.
Pero ese paraíso aparente que nos recibe antes de llegar a Cali ha sido escenario también de los episodios más sangrientos de la historia reciente del país, ya que en esas ricas tierras reinaron durante siglos y en las más recientes décadas los narcotraficantes más sanguinarios, algunos con nombres tan terribles como El Alacrán, así como los bandidos paramilitares más sanguinarios y crueles y los adustos guerrilleros marxistas, ejércitos todos ellos que asolaron en la región sembrando el terror en medio de la belleza más conmovedora.
De estas tierras salen dos novelas de violencia, Viento Seco, de Daniel Caicedo, que relata la guerra liberal-conservadora de los años 40 y 50 del siglo XX, cuando miles y miles de cadáveres viajaban hinchados y acechados por gallinazos y zopilotes sobre las aguas del río Cauca, y Cóndores no entierran todos los días, de Gustavo Álvarez Gardeázabal, llevada al cine por Francisco Norden, y que cuenta el reino de los temibles "pájaros" y caciques regionales camanduleros que imponían en nombre de Dios su poder por medio de los más atroces métodos del terror como el descuartizamiento y el ensañamiento con los cadáveres de sus opositores.
En esa tierra de viejos trapiches y haciendas debieron de haber vivido en la abundancia los indígenas que fueron exterminados por los conquistadores españoles, cuyos descendientes con sus apellidos de abolengo siguen reinando sobre la "infame turba" y la plebe de las barriadas que hoy siembra el terror con los atracos en moto en las calles congestionadas de una Cali moderna de avenidas, barrios lujosos, centros comerciales y rascacielos desde donde se insinúan los tugurios y las cuadras de nadie donde la pobreza, el hambre y la exclusión conducen a la delincuencia y el sicariato.
Pero lo más increíble es que en esta ciudad de conflictos y prosperidad llena de árboles desbordantes con bejucos, lianas, flores, plantas colgantes y pájaros trinantes no solo han reinado la salsa y las músicas y danzas de origen africano y caribeño, sino que se han dado varias generaciones de letrados y pensadores que han renovado la literatura y el saber en Colombia.
Aquí reinó Enrique Buenaventura y su dramaturgia latinoamericana y mundial, florecieron los nadaístas, tuvo seguidores el filósofo y psicoanalista Estanislao Zuleta, y comenzaron los escritores Óscar Collazos, William Ospina y Fernando Cruz Kronfly, mientras crecía la generación de cineastas de Caliwood o en las Universidades del Valle y Santiago de Cali emergían semiólogos, comunicólogos, psiquiatras, filólogos y centenares de docentes que después de hacer posgrados en Estados Unidos, Francia, Inglaterra o Alemania retornan para hacer de Cali un centro de pensamiento y palabra vivo y proyectado al futuro.
Eso es lo que vi esta semana en las jornadas del Coloquio internacional de literatura comparada, que en el marco del año Francia y Colombia 2017 convocó, bajo la dirección del joven escritor y comparatista Juan Sebastián Rojas, a expertos de ambos países para hablar con pasión de todas las literaturas posibles desde Homero y Sófocles hasta Michel Houellebecq y Virginie Despentes.
Al final, los amantes de la literatura de ambos lados del Océano Atlántico, entre ellos el excéntrico profesor francés Claude Doumoulin, asistimos a una clausura con danzas del Pacífico, currulao, salsa, cumbia, escenificadas con pericia por afrodescendientes, mientras los fantasmas de Andrés Caicedo, Enrique Buenaventura y Jorge Isaacs escrutaban desde una especie de Partenón griego de mármol falso que alguna vez algún narcotraficante letrado regaló a la Universidad como en un episodio más del realismo mágico colombiano que ya hace parte de la historia patria.
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