Eduardo García A.


El siglo XX aun produjo en los diversos continentes figuras literarias heroicas en las que se encarnaban procesos históricos profundos, a veces caracterizados por drásticos cambios culturales y revoluciones. El siglo XIX en su primera etapa romántica y en su segunda naturalista también proyectó a varios personajes que se convirtieron en padres de la patria, como ocurrió con Goethe en Alemania, Víctor Hugo en Francia y León Tolstoi en Rusia.
Esas grandes glorias literarias se caracterizaban por tener obras vastas y geniales que marcaron a generaciones enteras y por su compromiso permanente con los avatares de sus naciones. Tal fue el caso del barbudo Víctor Hugo, que todo lo que tocaba lo convertía en oro como el mítico rey Midas, pues sus novelas, poemarios o panfletos se convertían en obras imprescindibles que se vendían por millones y llegaban a todos los hogares. Joven precoz y exitoso, combatiente arriesgado que pagó con el exilio sus posiciones, político, tribuno, el hombre recorrió en primera plana el siglo hasta su sepelio espectacular seguido por centenares de miles de seguidores incondicionales.
Goethe también tocó todos los géneros y desde temprano con Werther y el Fausto, entre otras obras, conmovió a generaciones de lectores que lo convirtieron en estatua viviente. Estadista, científico aficionado, viajero, naturalista, dramaturgo, narrador, poeta, ensayista, es la máxima figura de ese siglo en la que se cristalizan las aspiraciones de la nación alemana, siempre fragmentada y centrífuga.
Tolstoi no solo nos dejó en Guerra y Paz un cuadro de Europa y su país en tiempos de guerras napoleónicas, sino que a través de sus obras nos hace conocer el alma rusa. El noble traidor a su clase juega al campesino, se une al pueblo y desde sus residencias, donde vive de manera rústica, irradia de grandeza a su lengua. Los hombres de su tiempo peregrinan a esos sitios para hablar con él y verlo de cerca, entre ellos jóvenes escritores y pensadores que aspiran a cambiar al país.
Ahora en estos tiempos dominados por las vertiginosas redes sociales y la inmediatez de las emociones que hacen saltar a la fama de un día para otro a figuras que semanas después pasan al olvido, es probable que ya no volvamos a ver jamás la irrupción de ese tipo de gloriosas personalidades. Los contemporáneos que avanzamos en este siglo incierto, nos consolamos con haber sido testigos en el siglo pasado de algunos de esos fenómenos, como fueron Gabriel García Márquez para el continente latinoamericano y Jean Paul Sartre para la Francia y la Europa de la posguerra.
El colombiano fue la cara de la otra moneda del mito crístico del Che Guevara y representó la afirmación de América Latina y sus tradiciones populares en el contexto mundial frente a las fuerzas del colonialismo y la injerencia de las grandes potencias. A una literatura latinoamericana enclavada en el modernismo y el realismo decimonónicos o en un europeísmo exquisito, la figura del costeño de bigote, melena y camisas floreadas reivindicó el mundo de las barriadas donde sonaba el mambo y el chachachá. Impulsado por la revolución cubana y su amistad incondicional con Fidel Castro, García Márquez se izó al Nobel una década después de Pablo Neruda, cuando aún se otorgaba ese premio a la gente de izquierda del continente, antes de la caída del Muro de Berlín.
Sartre fue el otro envés de la moneda del hierático general Charles de Gaulle, petrificado muy pronto por la gloria de encarnar la liberación de su país de la bota nazi. Bajito, bizco, militante, rebelde, erotómano, irreverente, Sartre irrumpió muy joven comprometiéndose en la lucha por la liberación de su país. Como filósofo dotado, dramaturgo exitoso, ensayista, panfletario, crítico y novelista, encarnó la ola mundial del existencialismo en los años posteriores a la guerra, cuando la juventud quería dar la espalda a los años oscuros con el jazz y el amor. Como sus antecesores, Sartre fue un autor comprometido y su entierro fue tan multitudinario como el de Víctor Hugo.
En el siglo XIX la gloria se obtenía independizando naciones como Simón Bolívar. Después, en el XX, se buscaba pasar a la historia a través de las revoluciones, como lo hicieron Lenin, Mao Tsé Tung, Ho Chi Minh y Fidel Castro. La espada y el fusil fueron los emblemas de ese delirio.
En los dos últimos siglos los escritores podían convertirse en gloriosos padres de la patria con novelas o poemas. Rotas las fronteras, inmersos todos en la red, esclavizados por los teléfonos celulares, las series de Netflix y el fútbol, los contemporáneos le dieron la espalda a esos anacrónicos héroes literarios que ya son tan antiguos como los dinosaurios. La gloria literaria ha sido reemplazada por la celebridad efímera y fragmentada que otorgan las redes sociales y la televisión.
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