Eduardo García A.


Nacido el 24 de agosto de 1899, Jorge Luis Borges llegó hace ya más de dos décadas a su centenario en la más espectacular nube de gloria al ser publicado en la colección de La Pléiade y con tantas entradas en la red Internet, que se realizaba así de facto el sueño de su Aleph.
Se necesitarán muchos años para poder visitar cada uno de esos sitios virtuales llenos de sorpresas, datos, juegos, enigmas y delirios de sus admiradores de todo el planeta. Y para viajar por esos múltiples enlaces borgianos en la telaraña mundial, que nos introducen al escalofriante nuevo efecto de su palabra.
Por donde pasaba, Borges parecía ser la concreción en vida de una nueva deidad. En México, al salir de la sala Ollin Yoliztli, una noche de los primeros años 80, vi como varios jóvenes se tiraban al suelo y empezaban a seguirlo arrodillados al grito de “¡Gloria eterna para usted maestro!” y lloraban y acoplaban sus manos en signo de adoración.
Lo mismo ocurría en Quito, Bogotá, Medellín, Santiago de Chile, Londres, Madrid, ciudades donde desde hacía ya muchas décadas se le había consagrado como una leyenda viviente. Se le veía volando en un globo aerostático, al lado de las pirámides de Egipto, sabio e infinito junto a las de Teotihuacán, ciego pero inquieto hasta el final devorándose al mundo.
Francia lo adoraba y las calles de París lo vieron pasar muchas veces. En el Hotel de la rue des Beaux Arts, donde murió Wilde, hay una placa en su nombre. Desde las traducciones de Roger Caillois, Borges fue adoptado por la tierra de Montaigne y Voltaire. En 1964 la revista L’Herne dedicó un número especial a su obra, en los años 70 Michel Foucault lo hizo protagonista de su clásico Las palabras y las cosas y en 1999 la Pléiade concluyó la edición del segundo volumen de sus obras completas en edición establecida, presentada y anotada por el francés Jean Pierre-Bernès, uno de los últimos confidentes del maestro.
Pues aunque al principio solo vendió en un año 37 ejemplares de uno de sus libros, en las dos últimas décadas de su vida se volvió una especie de fetiche hacedor de milagros. Pero a diferencia de otros pavosrreales, Borges tomó la tragedia de su gloria con gran sentido del humor y proverbial modestia.
Siempre fue un escritor marginal, rebelde, subversivo, anarquista. Contra la corriente no escribió novelas porque su timidez lo hubiera incomodado entre tantos personajes, mezcló prosa y poesía en volúmenes y fue un gozoso conversador antes que aprendiz de tribuno. Su reino fue el estilo. De él dijo Cioran que “la desgracia de ser reconocido cayó sobre él. Merecía algo mejor. Merecía seguir en la sombra, en lo imperceptible, seguir inasible y tan impopular”.
En la tercera entrega del Magazine littéraire dedicado del poeta poco antes de morir en Ginebra tras casarse con María Kodama y participar con entusiasmo en la preparación de su obras completas para La Pléiade, Bernè s cuenta los últimos días previos a la muerte, en junio de 1986, y dice que tiene “la certeza de que preparaba su muerte por una especie de imitación de las muertes literarias que lo precedieron” y por eso le dijo, fiel a su gran preocupación, que “yo no sé en qué lengua voy a morir”.
Borges fascinó en los 60 y 70 a toda la juventud que se sabía de memoria sus enigmas e ironías y lo tomó como modelo de escritor: él, que deambulaba siempre por la biblioteca eterna y pasaba de un lado al otro del mundo y de un milenio al otro con la alegría de un sabio modesto seguro de que todo conduce a la muerte y al olvido.
El reino y la maestría de Borges en aquellos años se mira con nostalgia: en todas las ciudades que visitó se vio rodeado por esa juventud latinoamericana entusiasta que lo quiso no como una estrella fugaz de opereta literaria sino como el maestro que nos hace amar el milagro de la palabra, el libro, la vida, la muerte, la gloria, la eternidad, el olvido, el polvo, el desierto.
Toda esa generación debe percibir ahora con susto como el mundo literario ha girado hacia la dictadura de los best sellers autobiográficos, el tintineo de las máquinas registradoras y el paso por las emisiones televisivas o las ferias donde los escritores se disfrazan de payasos. En tiempos de Borges, la Gran Biblioteca estaba cerca de la gente, era amable, generosa, llena de gracia y alegría, de fiesta; ahora, por el contrario, ha sido vaciada y en su lugar reina el hielo de los supermercados.
Silvia Barón Supervielle dice que para Borges “la Enciclopedia y la Biblioteca son análogas porque son imágenes del infinito” y esa búsqueda quiere ser desterrada de la literatura, aunque en la red virtual su palabra crece precisamente hasta allá, se reproduce, se esconde y fluye ante la mirada ciega del viejo convertido en algo más que una figura de leyenda.
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