Frente a las previsiones de disminución de la tasa de crecimiento del PIB (producto interno bruto o la producción al interior de las fronteras de un país) y del aumento sin control de los precios en el mundo, surge una de las grandes preocupaciones actuales: la amenaza de una estanflación, que ocurre cuando coincide el alto crecimiento de la inflación con un bajo crecimiento o crecimiento negativo del PIB.
La receta económica tradicional para controlar el crecimiento de los precios ha sido aumentar las tasas de interés; así el dinero se encarece, circula en menor cantidad, baja la presión sobre el precio de los artículos y se controla la inflación, como lo están implementando ahora diversas economías internacionales, empezando por la norteamericana. Sin embargo, esto puede afectar el crecimiento del PIB y en consecuencia incrementar el desempleo y disminuir la producción, en una especie de círculo vicioso, donde cada propuesta de solución genera un nuevo problema o hace más grande otro existente.
Otra receta aplicada para fomentar el crecimiento del PIB ha sido aumentar el gasto público para estimular la actividad económica, y de esta forma retomar la senda del crecimiento, acción recomendada por ejemplo por numerosos economistas y aplicada por diversos gobiernos frente a los efectos resultantes de la extendida pandemia reciente, mecanismo que favorece el empleo, estimula la demanda, pero también genera más inflación.
Pero, además, hay otro eslabón adicional en la cadena de estos círculos, que no suele ser atendido como se merece: el impacto ambiental de la situación económica mundial y de las soluciones propuestas. Se estima que, si las naciones ricas del mundo continúan haciendo crecer sus economías un 2% cada año de manera sostenida y en 2050 las naciones más pobres se ponen al día, haciendo crecer sus economías hasta alcanzar la condición de país desarrollado, y la población mundial alcanza más de 9.000 millones de personas como ha sido proyectado, el tamaño de la economía mundial medido en dólares será unas 15 veces mayor que la actual, en términos de producto interno bruto. Pero sí la economía mundial crece de manera constante un 3% hasta el final del siglo, será 60 veces mayor que ahora; lo cual, en términos ambientales supone un impacto tan grande que ha llevado a plantear desde hace unos años la necesidad de ponerle un límite al crecimiento. Por ello viene ganando aceptación reemplazar las mediciones del progreso económico en términos del producto interno bruto, para pasar a una medida conocida como el índice de progreso real.
El índice de progreso real (IPR) transforma el marco de la contabilidad nacional tradicional, incluyendo actividades no remuneradas en el mercado como el voluntariado, el trabajo en el hogar y los cuidados familiares, al tiempo que incluye como parte de los costos la degradación ambiental, la delincuencia, la explotación de los recursos naturales, entre otras circunstancias; esto es lo que los economistas desde inicios del siglo XX denominan “externalidades ambientales” que pueden ser: efectos en el paisaje, efectos en la salud humana (morbilidad), incremento o disminución de muertes (mortalidad), pérdida del equilibrio ecológico, efectos en los acuíferos y cuerpos de agua superficiales, cambios en la calidad del aire, entre otros efectos de la actividad productiva sobre la sociedad y la naturaleza, que no se contabilizan en los costos privados, por lo cual no hacen parte del precio de mercado del bien o servicio. Por esto, tal vez la mejor lección para las sociedades humanas actuales y futuras es aprender a vivir con un controlado y nunca desbordado crecimiento del PIB, porque la naturaleza y la economía imponen límites al crecimiento poblacional y productivo.
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