En agosto de 2019 escribí en este diario que Colombia era un país de “jugaditas”. En ese momento, el infame presidente del Senado, Ernesto Macías, le impidió hablar a la oposición en la instalación de sesiones del Congreso de la República, la ministra de Transporte le había salvado el pellejo a varios bancos de Sarmiento Ángulo -con quien antes había tenido negocios-, y a un premio juvenil le habían puesto el nombre de la Primera Dama.
Como seguimos siendo un país de maliciosos, en el que “los padres de la patria” nos han enseñado con su ejemplo que “el vivo vive del bobo”, hemos presenciado en las últimas semanas más vivezas que lesionan nuestra enferma democracia. Veinte congresistas de la bancada de gobierno radicaron una iniciativa para ampliar dos años el periodo del presidente y de los miembros del Congreso. Además de la viveza, los senadores y representantes que hicieron el mandado demostraron una profunda ignorancia legal y constitucional, ya que los periodos de gobierno están definidos claramente en la Constitución Política, y, además, la Corte Constitucional ha reiterado que las reformas de la carta no pueden cambiar las reglas de juego sobre los períodos electorales en curso.
Los promotores de la jugadita, entre los que se encuentran los representantes a la Cámara por Caldas, Félix Chica y Luis Fernando Gómez, exhibieron tal desprecio por la democracia y la ciudadanía, que generaron una masiva oleada de rechazo e indignación por este golpe de Estado encubierto. El proyecto no duró ni un día porque fue tanto el repudio que 15 de los 20 vivos, retiraron sus firmas del mismo.
Mauricio García Villegas se pregunta por las razones que han consolidado en Colombia una cultura del atajo, la ilegalidad, el individualismo y la desconfianza. En el país de las emociones tristes, el investigador concluye que esta naturaleza la heredamos de la España clásica, una sociedad destacada en el arte, pero relegada en desarrollos técnicos, sociales y legales. Esa herencia ha desencadenado que, en lugar de la confianza por el gobierno y las leyes, se prefiera la justicia maleable, por propia mano y dependiente de caudillos y líderes. Que mientras unas naciones se esfuerzan por construir un orden social equitativo, en Colombia se asumen los males como un designio divino y se deja el futuro en manos del Señor de los Milagros o de la Virgen de Chiquinquirá. Que, a la par de que nos hacemos matar por causas y guerras ajenas, nos cuesta trabajar colectivamente porque la desconfianza es la base del relacionamiento social.
Todo esto ha propiciado un estado de cosas en el que el incumplimiento de las leyes, la evasión de las obligaciones y el ejercicio omnipresente de la corrupción, se ha vuelto la norma de conducta. Según García Villegas “La banalización del pecado normalizó el incumplimiento de reglas y acentuó la desconfianza. En un grupo en el que todos o muchos desobedecen la desconfianza termina por reinar.”.
Astucias como la del expresidente Uribe al renunciar al Senado para elegir su juez y garantizarse impunidad, la de la Primera Dama al querer pagarse del erario un libro sobre su irrelevante gestión o la del abogado Diego Cancino que, con ayuda de fiscal y procurador, reversó el testimonio incriminatorio de Diego Cadena en el caso de compra de testigos y fraude procesal en el que Uribe lo metió, terminan sembrando aún más desconfianza en un país en el que, gracias a la filosofía del todo vale, tristemente se presume la mala fe.
No sobra recordar que, en tiempos en los que el partido político que gobierna apela al autoritarismo y no disimula su carácter fascista, en una democracia la ley, la justicia y la división de poderes son acuerdos básicos para construir la nación y solucionar pacíficamente los conflictos. Como lo plantea García Villegas, en las democracias hay elementos sagrados, “lo cual no se encarna en voluntades concretas, como ocurría antes con el rey y con la junta revolucionaria, sino en instituciones, es decir, en las reglas de juego político (Estado de derecho)”.
Los avispados, los maliciosos, los aprovechados y tantos otros han ayudado a desvanecer la frontera entre lo legal y lo ilegal en Colombia. Dejar de ser un país de vivos debe ser un propósito político colectivo.
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