Cristóbal Trujillo Ramírez


Luego de dos largos meses y algo más sin asistir presencialmente a la escuela, el gobierno determinó que esta situación se prolongará por los meses de junio y julio y que solo a partir de agosto se estaría dando una nueva apertura a las instituciones educativas del país, bajo una metodología que ha llamado “alternancia”. Quiero dedicar estas líneas a plantear reflexiones pertinentes, que espero sean saludables y provechosas en un asunto de tan connotada importancia. Debo referir asimismo que en las mismas orientaciones el gobierno nacional determinó que serán las propias instituciones educativas en cabeza de los rectores las que adoptarán los protocolos suficientes y necesarios para garantizarles a sus comunidades educativas las condiciones de bioseguridad.
Empiezo por declararme simpatizante del regreso, claro siempre y cuando se garanticen todas las condiciones de protección y bioseguridad. La covid-19 vino para quedarse y solo la formación, la cultura y el compromiso ciudadano podrán minimizar su impacto. No podemos quedarnos encerrados por siempre, ni hasta cuando se descubra la vacuna, negándonos la posibilidad de vivir. El confinamiento absoluto y obligatorio llega a un punto que escasamente nos garantiza la existencia. Y lo digo porque yo creo en la cultura de los pueblos. No se me antoja muy osado el hecho de que se adopte un decálogo de autocuidado que se convierta en un manifiesto nacional, más allá de la norma, del decreto, de la sanción y la multa, y provocado solamente en el nivel de un gran pacto de coexistencia.
Por supuesto que me imagino un regreso seguro, tranquilo, amigable y esperanzador. Soy de aquellos que creen que volveremos al mismo edificio, mas no a la misma escuela. Esta crisis sanitaria nos tiene que llevar a reevaluar ineludiblemente varias categorías del actual modelo educativo y que por décadas no nos alcanzó la voluntad para recrearlas, sencillamente porque no existió el suficiente compromiso de las autoridades y porque para los maestros y directivos lo más cómodo era seguir haciendo lo que habíamos aprendido a hacer y no estábamos dispuestos a pagar los altos costos que traerían los rediseños de los mismos modelos. Fue entonces más rentable dedicarnos a vender sus bondades y a justificar históricos resultados.
A todas luces es claro que categorías como los contenidos, la memorización, la repetición, las rígidas didácticas, las tareas sin sentido, los talleres kilométricos y la calificación han sido infectadas por el virus y ahora mismo se encuentran en cuidados intensivos. Seremos nosotros los maestros los encargados de facilitar los respiradores que perpetúen estas prácticas o por el contrario oxigenemos la escuela dando apertura a diseños de innovación pedagógica que respondan a las necesidades y prioridades de los niños y los jóvenes en el siglo XXI.
Ahora bien, para que ese regreso alcance los niveles de confianza necesarios, es importante con el gobierno nacional resolver con certeza absoluta inquietudes como: ¿Con qué recursos se financiarán los planes de bioseguridad en las instituciones educativas del país? Si la estrategia es la alternancia, ¿quién atenderá virtualmente los estudiantes mientras el profesor atiende la presencialidad? ¿El Ministerio de Educación Nacional o las entidades territoriales contratarán los profesionales suficientes para implementar los diseños de bioseguridad en las instituciones educativas? ¿Quiénes y cómo se atenderán a los niños que no tienen escuela presencial, toda vez que los padres trabajan? ¿Se cuenta con los recursos y la voluntad de intervenir estructuralmente la conectividad para los hogares colombianos, llevándola incluso a la categoría de servicio público esencial?
Finalizo diciendo lo que oportunamente manifestó el profesor Nuccio Ordine de la Universidad de Calabria: “Ninguna plataforma digital puede cambiar la vida de un estudiante, solo los buenos profesores pueden hacerlo”.
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