Cristóbal Trujillo Ramírez


Empezamos la recta final del año lectivo en Colombia. Todos los años egresan del sistema educativo aproximadamente seiscientos mil colombianos, quienes reciben de los colegios públicos y privados del país su diploma de bachiller que les certifica haber aprobado satisfactoriamente los niveles de educación preescolar, básica y media. Pero ¿qué sucede con ellos después de ser acreditados por las autoridades educativas nacionales y de someterse al tan cuestionado examen de Estado, hoy denominado prueba Saber 11? El 40 % de los bachilleres logran ingresar a la educación superior. De este total, el 40 % se matriculan en instituciones que cuentan con acreditación de alta calidad, mientras el otro 60 % lo hacen en instituciones que no poseen este reconocimiento otorgado por el Ministerio de Educación Nacional. Esta realidad en sí misma es dramática, porque la calidad de la educación en la mayoría de las instituciones de educación superior no es la mejor, y la situación empeora cuando el 52 % de los estudiantes que ingresan a instituciones acreditadas no termina su proceso de formación profesional y solo el 8 % del total de egresados como bachilleres alcanza a culminar exitosamente sus programas de pregrado en una institución de alta calidad.
En cifras absolutas, esto quiere decir que del total de bachilleres anuales que genera el sistema educativo en Colombia, solo cuarenta y ocho mil termina exitosamente su programa de pregrado. Y sería pertinente hacerle un seguimiento a esa cifra de egresados de la educación superior en términos de vinculación laboral en su disciplina de formación, continuación de estudios de postgrado, emigración del país, pero esto sería motivo de otro análisis. Por ahora digamos que estamos ante un sistema que deja regados en el proceso de formación a 552 mil bachilleres del total que egresa cada año. Esto equivale a decir que nuestro sistema escolar tiene una tasa de ineficacia del 92 %.
A todas luces, estas cifras constituyen un drama nacional, al punto de que podemos afirmar categóricamente que ninguna empresa u organización de la naturaleza que sea en el mundo es viable a la luz de estos indicadores. Y el drama crece al saber que ni a las autoridades educativas, ni a los legisladores, ni a los maestros pareciera importarles la situación, es decir, el país educativo nacional permanece impasible ante esta cruenta realidad que se volvió sistemática y crónica, de suerte que se repite cíclicamente sin compasión alguna. Las causas de este penoso drama son varias y comprometen responsabilidades de muchos actores de la vida escolar del país. Uno de ellos está asociado a la falta de orientación profesional y vocacional, que es una de las causas estructurales de este fatigoso asunto.
La orientación vocacional de los bachilleres en Colombia es una ignominia. Es de tal pobreza que esos mismos seiscientos mil bachilleres presentan sus pruebas Saber 11 para definir su futuro vocacional. Y para demostrarlo, basta un ejemplo: “Tomás, ya estás terminando once, ¿verdad?”. “Sí, tío, gracias a Dios”. “¿Y qué piensas estudiar?”. “Pues, tío, estoy esperando los resultados del Icfes a ver para qué me alcanza”. Este diálogo es muy común hoy en Colombia, y parece ser la radiografía y la expectativa de quienes hace dos meses presentaron el examen y esperan ansiosos para definir su futuro. No en vano una de las causas principales de la deserción en la educación superior es, precisamente, que los estudiantes cursan un programa “que no es lo de ellos”. Este asunto tiene infinidad de matices e implicaciones, y por eso exhorto a todo el país educativo para que hagamos frente a este drama y tratemos de acabar la horrible noche que viven nuestros jóvenes colombianos.
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