Cristóbal Trujillo Ramírez


Carlos es un joven de décimo grado que se ha caracterizado por ser un buen estudiante, un hijo ejemplar y una excelente persona. Complementa su perfil personal el hecho de ser introvertido, reservado y poco expresivo en materia de emociones y sentimientos, de modo que es poco sociable. En algún momento cambió de manera importante no solo su desempeño, sino también su actitud disciplinaria y comportamental. Ha desmejorado su rendimiento académico, se ha tornado irresponsable con sus compromisos escolares y ha transformado una actitud serena y tranquila en gestos de agresividad e intolerancia.
Los profes, preocupados por el cambio de Carlos y después de analizar interdisciplinariamente su caso, sospechan que existe algún tipo de influencia que súbitamente ha modificado sus conductas. Se especula que puede ser un asunto sentimental, hay quienes sostienen que es por un proceso de identidad de género y otros atribuyen sus notables cambios a condiciones de inestabilidad familiar. En fin, son muchos los escenarios posibles para explicar los cambios tan drásticos y desfavorables del estudiante, por lo que se cita a su acudiente para notificarla de la realidad escolar que vive su hijo y buscar información que ayude a encauzar esta situación en la que la escuela no puede ser indiferente, sencillamente porque está relacionada íntimamente con su plan misional. Luego de que es informada de los acontecimientos, en medio de un absoluto desconsuelo y sin sospechar absolutamente nada sobre las causas del drástico cambio de su hijo, la madre solo atina a decir: “Yo sí notaba algo raro en mi muchacho”. Y agrega: “Ese muchacho no sale de la casa”.
Quiero resumir la historia contándoles que Carlos no llevaba un solo amigo a su casa, pero desde allí compartía con todos por medio de redes sociales y en el indescifrable mundo virtual se contactaba a diario con miles y miles de personas con quienes pasaba momentos que iban comprometiendo su vida lentamente. No salía de la casa, no frecuentaba lugares diferentes a los de su hogar, pero podía viajar de manera ilimitada por el universo de la web y disfrutar los ilimitados viajes del ciberespacio. Carlos nunca salía de casa pero jamás estaba en ella. La historia de Carlos termina de forma fatal: no solamente frustró sus estudios, también perdió a su familia y por último malogró su vida.
Los padres de familia no solamente tenemos el derecho, sino también la obligación de saber qué hacen nuestros hijos, dónde están y con quién están. Sus visitas a sitios web deben ser controladas y conocidas por nosotros. No es cierto que esto sea violatorio de la intimidad. Violatorio es espiar sus acciones, descifrar claves, acceder a sus correos sin autorización; todas estas acciones son ilegales y pueden ser penalizadas. Pero compartir con ellos y exigir que compartan con sus padres sus agendas virtuales no constituye un acto de violación a la intimidad, y si en el caso extremo así fuere, yo personalmente prefiero asumir las responsabilidades que de ello se deriven y no ser protagonista de una historia como la de Carlos, quien además de frustrar su vida, anuló la de doña Matilde, madre ingenua que confió a los ángeles la soledad de su hijo y no alcanzó a percibir la masiva y diabólica presencia de sus ciberamigos.
Padres, madres y maestros, las tareas de acompañamiento y formación del ser humano requieren una efectiva presencia de sus tutores, y eso solo se logra si estamos ciertamente cercanos a ellos. Es urgente una proximidad física, pero también afectiva. Nuestros hijos y estudiantes requieren manos de calidad que los abracen en momentos de temor, pero también de brazos firmes que enfrenten la incertidumbre y la amenaza.
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