Cristóbal Trujillo Ramírez


Para esta ocasión quiero iniciar mi escrito compartiendo una historia real de la cotidianidad escolar. Cierto día la profesora de inglés de grado séptimo dijo a sus estudiantes que sacaran el texto guía para desarrollar una actividad específica de clase. Luego de unos minutos, recorrió el aula para percatarse de que todos estuvieran atendiendo su instrucción y responder las inquietudes propias de la tarea indicada. Cuando se aproximó al puesto de Lorenzo, se enteró de que no estaba trabajando y que ni siquiera había sacado el libro. Amablemente le sugirió que dispusiera sus materiales para iniciar el trabajo y él, bastante agresivo, se negó: “¡No lo saco y haga lo que se le dé la gana!”. Con sorpresa y ante semejante desafío, la maestra solicitó la presencia del coordinador, quien le exigió al estudiante acatar las indicaciones de la profe. El estudiante, un joven de escasos doce años de edad, reiteró su respuesta: “Ya dije que no. ¿Qué más quieren?”. Sorprendido, el directivo lo emplazó para que acudiera a la rectoría por tan irreverente actitud, y ante esto el joven respondió: “¡Si ese señor me necesita que venga hasta acá!”. Sin salir del asombro, el coordinador citó al rector al aula de clase para tratar la situación. Sin embargo, todo fue vano, porque ante su presencia el estudiante jamás cambió la actitud. El rector entonces citó urgentemente a la madre del joven, quien fue informada de la situación de su hijo y solicitó unos minutos para hablar a solas con él. Luego de hacerlo, el joven regresó con la disposición y la “voluntad” de desarrollar la tarea escolar. Ante semejante cambio, los directivos le preguntaron a la señora por el método utilizado para convencerlo sin ningún tipo de represalia. Su respuesta fue sorprendente: “Le prometí que si realizaba juicioso el taller lo dejaría ir a la finca con sus amigos el fin de semana”.
Deseo aprovechar esta anécdota para invitar a padres de familia, tutores y maestros a una reflexión que hoy cobra toda vigencia: los niveles de exigencia con los cuales estamos educando a los niños y jóvenes actualmente. Es muy lamentable saber que esta historia se repite a diario en las escuelas y familias de Colombia; padres que no forman a sus hijos con unos mínimos de exigencia y no permiten que la escuela y los maestros lo hagan. Cuando se percatan de que sus hijos están siendo exigidos en el cumplimiento de sus responsabilidades y compromisos escolares, desconocen de manera insensata e irreflexiva la labor de la escuela y acuden no solo a actos de agresividad e irrespeto, sino a demandas, quejas y denuncias con la banal excusa de la violación al derecho a la educación y al principio inviolable de la constitución nacional al libre desarrollo de la personalidad; padres que hipotecan su paternidad y que compran a cualquier precio la satisfacción de los caprichos de sus hijos.
Formar a un hijo con-sentido es todo lo contrario a la permisividad, la alcahuetería, el libre albedrío y la anarquía; educar así es educar sin-sentido. Cuando formamos a un hijo con-sentido, cuando educo a un estudiante con-sentido, le estoy permitiendo que vea el mundo, que sienta la vida, que escuche la naturaleza, que saboree los sentimientos y que descubra el olor del bien. Seguro estoy de que la vida nos ofrece dos caminos: el primero es estrecho y lento, mientras una segunda vía es amplia y veloz. Transitar por el camino amplio de la vida es deambular en los vicios, los placeres, la permisividad y el facilismo, en tanto que recorrer el camino de la vida por vías estrechas y pausadas es avanzar con responsabilidad, compromiso y con la certeza de ir hacia un destino esperado.
La vida necesita padres que tengan hijos con-sentidos. La patria requiere maestros que eduquen estudiantes con-sentidos, que avancen con ellos por los caminos angostos de la vida, donde se forma en la privación, donde se fortalezca la austeridad y donde el NO sea también una opción para formar.
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