Napoleón no solo leyó a Maquiavelo. Fue su discípulo. El libro del florentino que le sirvió de ruta, tiene escritas al margen sus reflexiones, consignando agudezas para redondear el catecismo que deben aprender quienes se deciden por el quehacer electoral.
Nicolás Maquiavelo fue un personaje singular. Cuna pobre, familia casi en la indigencia, de ninguna significación social. Tenía rostro malicioso, ojos vivarachos y vestido pobretón. Era humilde y jamás peleó las comandancias. Prefería las retaguardias discretas, los segundos planos, estaba vacunado contra la vanidad. En contraposición a ese atuendo desgarbado, tenía mente refinada. Poca importancia les daba a los petimetres. Le bastaba su cultura exquisita. Además era independiente y rebelde. Para él la política se sustentaba en cambios permanentes, con dinámica imparable.
Fincó sus prédicas en los resultados. No valen los afectos, menos los cariños, nunca el corazón. Napoleón lo captó así: La verdadera política “no es otra cosa que el cálculo de las combinaciones y de las probabilidades”. Lo repitió Spranger: La política es “el arte de aprovechar la ocasión y crear la oportunidad”. Aquí aparecen las circunstancias. Esos pequeños instantes que se vuelven trascendentales, la vacilación momentánea en un combate, ese cuarto de hora en la demora de un refuerzo bélico para que Napoleón ganara en Waterloo. En sus Memorias escribió Bonaparte: “…son siempre estos cuartos de hora los que deciden la suerte de una batalla”. Ya lo había previsto en carta dirigida a Talleyrand: “Del triunfo a la derrota no hay más que un paso. He visto en las circunstancias más críticas que un detalle insignificante ha decidido siempre los acontecimientos de mayor trascendencia”.
Maquiavelo no detalla cómo se gana la voluntad del pueblo, porque varía “según las circunstancias”. Sobre la conducta del príncipe escribe: “Es preciso, pues, que tenga una inteligencia capaz de adaptarse a todas las circunstancias y que, como he dicho antes, no se aparte del bien mientras pueda, pero que, en caso de necesidad, no titubee en entrar en el mal”. Primero había que agotar el camino de la verdad. Finalmente abandonaba las metafísicas para posesionarse de la realidad. Lo suyo era no la humildad sino la ambición, sometida a diarias contingencias. Nada es absoluto, nada tiene fuerza de dogma, no existe la última palabra. Las propuestas son corregibles, cambiables, retirables, sepultables. Imperan los intereses.
El conocimiento del hombre como sujeto de derechos y deberes fue el epicentro de sus calculadas pedagogías. El manejo de la opinión lo diseñaba como un juego de ajedrez y las fichas debían ser movidas con estudiadas estrategias. El enigma, la malicia, la oportunidad, la simulación, el engaño, son elementos primarios en las maniobras militares. Y la política es una guerra.
Bismarck, aventajado alumno del florentino, dijo: “Se me ha reprochado, a menudo, la carencia de principios. Pero es que caminar por la vida con principios viene a ser algo así como meterse en un estrecho atajo del bosque con una larga vara entre los dientes”.
No es raro que al político le estorben los principios. Éstos amarran, limitan los movimientos, se convierten, a veces, en obstáculos. Maquiavelo era liberal, suelto para pensar, sin talanqueras para obrar. No preconizaba virtudes. Era cínico e izquierdoso. Supo hacerle apertura a la ambición como motor de los actos humanos, a una codiciosa voluntad de poder y enalteció la astucia como condimento de toda jornada electoral.
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