César Montoya


Mañana viernes se cumplirán 196 años de la muerte de Napoleón Bonaparte. Había estado prisionero en la isla Santa Elena cinco años, seis meses y dieciocho días. “Josefina”, fue el desleído recuerdo de su amada en los sacudimientos de su agonía. Este huracán humano fue General de Brigada a los 25 años. A esa edad ya era un terremoto que sacudía los estamentos milenarios de Europa. Cónsul a los 30, Cónsul de por vida a los 33 y Emperador de Francia a los 35. Napoleón es un fenómeno glorioso en la historia de la humanidad.
Es inconmensurable el agobio de talentos que de la Divina Providencia recibió. Reducido de estatura, pero hercúleo; de voluntad de hierro, impositivo; de carácter firme y concluyente; radical en el mando. Napoleón fue un personaje insular. Aislado como Júpiter, fue dueño único de su propio Olimpo. Dijo con egregia petulancia: “no me he parecido a nadie”. Si en la academia se hizo militar, fue en los escenarios de la guerra en donde dominó las geografías, aprendió picardías para el vadeo estratégico de los ríos, escaló páramos y convivió con el ardor de las ensenadas de los mares, durmió en tugurios en estrechos catres de soldados, apuró hambres y conoció el estrés de las batallas. Solidario con sus milicias, supo de los desesperos indecisos antes de las confrontaciones, montó en su alazán para estar aquí y allá expandiendo breves discursos heróicos, engarzó insomnios y compartió con su tropa el elixir de la victoria.
La “fortuna”, palabra mágica que, -huraña-, acaricia apenas a sus consentidos, fue la diosa que le sirvió de estribo en sus porfiados denuedos de leyenda. Astilló los fantasmas que protegían las realezas europeas. Nacido en Córcega en familia de clase media sin linajes, rápido rompió barreras y se pareó con las dinastías engreídas que hacían relucir sus ombligos de oro. Era filosóficamente conservador en sus principios, devoto de la fuerza: quien la tiene y sabe utilizarla, se impone inevitablemente. Precisas eran sus ideas inamovibles: ejecutivo fuerte, augusta autoridad civil, imperio de la ley. Así lo consagró en la Constitución. Era cesáreo el Estado que enarboló, con un legislativo controlado, la justicia en la cúspide, todo con pregón y bombo para garantizarle penacho imperial a la nación.
No gustaba del endeble que se recuesta, sino del militar fornido y perpendicular. No del recluta tímido, sino del General orlado de galones, con facundia intrépida. Hacía respetar la robusta majestad del gobierno que proyecta respeto y miedo. Era decidido. Sobre los mapas estudiaba los desplazamientos, adivinaba los flancos débiles de la contraparte, y cuando sonaba el clarín sus ejércitos se desbordaban sobre el enemigo como una marejada incontenible. Se opuso a la dañosa libertad sin límites que finaliza en las marismas del relajo. La sociedad requiere frenos, diques de contención, barreras imbatibles.
Se llamaba a sí mismo “hijo del destino”. Estuvo bordeando los abismos, temerario y olfateante, encomendándose a la “fortuna” que siempre le fue benévola. Tenía milagrosa intuición para sofocar al contrario con el relincho de sus miles de caballos amaestrados, que con sus jinetes armados de lanzas y arcabuces, destrozaban la vanguardia de la soldadesca enemiga. En la hora de los desesperos tuvo a su lado el ángel de la guarda. Cuando el horizonte se estremecía con rayos y centellas, Napoleón controlaba los asombros y los hados de la suerte empujaban las decisiones finales a su favor. Después de la victoria buscaba espacio para los relajos, dándole campo solo a las malas noticias para no ser atropellado por la adversidad.
Fue insolente. Calificaba a los reyes y sus descendencias como “asnos hereditarios” que todo lo recibían sin entregar nada, inmersos en la molicie, vistosos y perfumados en los bailes de oropel, dedicados al deporte holgazán de la cetrería. Con albedrío jupiterino le daba jerarquía a la gente de la gleba y ante la heroicidad de sus soldados, a muchos les entregó insignias de coroneles y generales.
Fue el hombre de las proclamas impactantes. Después de cada triunfo coronaba a los suyos con palabras aladas y viriles, con el empinado tono marcial que le permitía su gran cultura. Cómo no iban a vibrar sus falanges si abrumadas por los laureles en Egipto les lanzó este florido dardo: “Desde lo alto de estas pirámides, cuarenta siglos os contemplan”.
Jacques Bainville, su biógrafo, lo estampilló en dos palabras. Napoleón fue un “megalómano delirante”.
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