César Montoya


Le pregunta Don Quijote a su escudero: “…dime, Sancho amigo, qué es lo que dicen de mí por este lugar. ¿En qué opinión me tiene el vulgo, en qué los hidalgos, y en qué los caballeros? ¿Qué dicen de mi valentía, qué de mis hazañas y qué de mi cortesía?...”. “¿Has visto más valeroso caballero que yo en todo lo descubierto de la tierra? ¿Has leído en historias otro que tenga ni haya tenido más brío en acometer, más aliento en el perseverar, más destreza en el herir, ni más maña en el derribar”? Después de muchos cabildeos, Sancho le contesta: “…el vulgo tiene a vuestra merced por grandísimo loco y a mí por no menos mentecato”. El bachiller Carrasco le hace al orate un relato de las ponderaciones que circulan: La aventura de los molinos de viento, la de los batanes, la descripción exaltada que hizo de unos ejércitos que resultaron ser una manada de carneros, la procesión de los que llevaban un muerto para enterrar en Segovia, la libertad de los galeote la trifulca con el vizcaíno.
¡Increíble! Desde hace 400 años sus gestas están tatuadas en los cerebros de la humanidad inteligente. Nadie lo emula. ¿Literariamente, quién tan grande como él?
Tiene un par: William Shakespeare, demiurgo coetáneo. Éste no fue dueño de rocines, ni montó en Clavileños estáticos, ni quebró espadines en ríos caudalosos contra aspas gigantescas. Sus recreaciones tienen que ver con los petimetres del poder, con guerreros totémicos, con la presencia de brujas salidas de ultratumba. Shakespeare fue excesivo, alucinado, multidimensional. Palaciego y desventurado en el relato de Romeo y Julieta, de insondables vacíos y agobios amargos en Hamlet y en Otelo sacudido por los celos, “monstruo de ojos verdes”.
Don Quijote pronunció discursos, apelmazados de sabidurías, dio consejos para la gobernanza de los pueblos, relampagueó en los diálogos y fulminante fue en cortas frases de impacto.
¿Podrá escogerse un parlamento especial entre sus muchos centelleos verbales? ¿Habrá alegato dialéctico más sugestivo que el de Marcela para argumentar su inocencia en la muerte de Grisóstomo? ¿Y qué del fondo sociológico de la “dichosa edad y siglos dichosos” que ignoraban el tuyo y el mío? ¿Y qué del enardecido sermón sobre las armas y las letras con la competencia inventada entre las dos, para finalizar diciendo que “el fin de la guerra es la paz”? ¿Y qué de los consejos que le da a Sancho sobre la administración de la Ínsula Barataria, modelos de diáfana sensatez?
Las tragedias de Shakespeare finalizan en una orgía de cadáveres. Sus argumentos producen escalofríos. La sangre corre, los traidores organizan trapisondas, los fantasmas hablan, las sorpresas hielan, los dramas se tiñen de espasmos. Su estilo es poético, danzante, con vaivén de ola.
Cervantes, en cierto modo, es más universal que Shakespeare. Y el personaje que creó se convirtió en adjetivo en todos los idiomas. Quijotesco es el que frustra su vida detrás de un amor imposible, quijotesco el poseído por las quimeras que utiliza escobas aéreas para sus ilusos desplazamientos, quijotesco el poeta que jinetea sobre las musas, quijotesco el que diseña arquitecturas fantásticas o el que evade -cobarde- la aburrida prosa de una vida sin halagos. De pronto don Quijote es incómodo, lenguaraz y ofensivo. Estampilla a su escudero con un rosario de adjetivos oprobiosos y, concomitantemente, se desborda en lirismos para ensalzar a su desconocida Dulcinea del Toboso. Es también pegajoso. Cuando el lector descubre el caudal amazónico de sus enseñanzas, no abandona jamás la delicia de los chapoteos en esa corriente veloz, musicalizada por el coro de las euménides.
Don Quijote es risible a veces, melancólico y frustrado, mentor reflexivo, navegante en barcazas celestes, finalmente arrepentido y santificado, con el alma depositada en el Creador.
“¿Qué se dice de mí?” Don Quijote: que eres un sabio con ribetes de majadero, tribuno elocuentísimo y disparatado jacobino agobiado de pesadumbres. Supiste encuadrarnos en cuerdos y locos. Lo que somos.
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