César Montoya


El conservatismo se suicida. Una honda división nacional evaporó sus multitudes y sus dirigentes, transformados en dinosaurios, evaden la inyección de sangre nueva que retome la comandancia de la otrora egregia colectividad. Nos hemos ido convirtiendo en una decrépita y reducida logia de longevos, olorosa a naftalina, que se reúne en cónclaves clandestinos para salmodiar monocordes misas gregorianas por el alma del difunto. Esos megaterios con cara arrugada, con descolgadas y sebosas bolsas amarillas debajo de los ojos, como Juana La Loca con su esposo Felipe el Hermoso, pasean su cadáver arropado con mantón azul, de una a otra sala de velación, en medio de aburridas oraciones necrofílicas.
El partido está moribundo. Cuando Laureano Gómez, Mariano Ospina o Gilberto Alzate eran sus máximos conductores, llenábamos a todo pulmón las plazas públicas y nos pareábamos de tú a tú con el liberalismo. En el gobierno o en la oposición aprehendíamos el cetro de mando con autoridad augusta, o ejercíamos la controversia implacable en el Parlamento para desquiciar por canales democráticos la hegemonía de nuestro contendor. Murieron los caudillos y fuimos quedando en manos de unos caciques pugnazmente fraccionados, rabiosos para defender las pitanzas, pero indiferentes a la doctrina, preocupados exclusivamente por recibir bellotas del poder.
Los pavos reales de vistoso colorido, emplumados y jactanciosos, percibieron indolentemente cómo el conservatismo se les desharinaba en sus manos. La juventud perdió toda apetencia por nuestra colectividad, porque la sintieron inmovilizada por la arteriosclerosis, reducida a una infecunda ancianidad. Lo mismo ocurrió con los campesinos, los obreros y la mujer. Las fruslerías que en migajas arrojan los detentadores de la burocracia, son más importantes que la orientación evangelizadora del Partido.
Bajo el amparo de una atonía criminal, muchos de nuestros dirigentes regionales consolidaron unos pestilentes feudos podridos. Nos invadió, así mismo, un hibridismo escandaloso. Nuestro pendón fue arrinconado para ser reemplazado por rombos bicolores en una solapada estrategia de desfiguración ideológica. Nos pusieron a sufragar por liberales, en listas caprichosamente confeccionadas para cuerpos colegiados, desorientando el sentido trascendental del voto. Además, nos rebautizaron como “Partido Social Conservador”, o “Movimiento de Salvación Nacional”, o “Nueva Fuerza Democrática”, al parecer avergonzados de ser simple y llanamente “conservadores”.
Augusto, emperador de Roma, encargó a Varo la dirección de la guerra contra los germanos, entregándole el mando de todos sus ejércitos. Estos fueron diezmados en cuatro días de feroces combates, culminando la fracasada empresa con el suicidio del general. Augusto después del apabullante descalabro, deambulaba demente por el palacio y en monólogo tormentoso gritaba: “¿Varo, Varo, en dónde están mis soldados?”. Ese desgarramiento del emperador también nos tortura a los militantes de una derecha varonil: ¿qué se hizo el Partido Conservador?
Requerimos de un Partido que no se retiña, ni se avergüence de su estirpe, ni camufle su bandera, ni ande escondiendo su perfil para no asustar a los contrarios. El conservatismo, como escribiera Bernardo Arias Trujillo en el libro “En Carne Viva” abomina el obstáculo de la “mula muerta” atravesada en el camino.
¿Quién nos salvará de la hecatombe? Aquí, en esta Ínsula Barataria de nosotros, ¿quién tomará el estandarte que nos redima de tantas decepciones? Insisto: La salida está en la alborada de los jóvenes. Los viejos tenemos que aceptar la circulación de las élites y permitir que figuras nuevas trepiden buscando acomodos en la historia.
La respuesta, para los conservadores de Caldas, tiene nombre propio: Arturo Yepes Alzate. Lo hemos combatido de frente, hemos tratado injustamente de lacerarlo. Pero este brioso caudillo es una roca. No lo embriagan los ditirambos, ni lo anonadan los dicterios. Los temblores no lo asustan, ni le huye al peligro, ni lo acoquinan los insultos, y las banderillas que le clavan en el morrillo de su orgullo, lo convierten en un astado indomable. Nuestros jefes (¿cuáles?) duermen una siesta sin fin. Parece que han dejado expósita nuestra colectividad. En cambio Yepes busca liderazgos, toca puertas o las derrumba, muestra caminos, es un sembrador de futuros. Tiene, además, las condiciones excelsas para el éxito. Es un intelectual en las entelequias que tienen que ver con el Estado, cultiva disciplinas selectivas, y como orador es excepcional. Él es ímpetu, fuerza incontenible, perseverancia, pasión. Es ambicioso. Quiere ser el conductor del Partido Conservador a nivel nacional. ¿Por qué no? Como Gilberto Alzate, sabe que la gloria es esquiva; hay que conquistarla. Este Yepes es un fecundo hortelano de su propio destino.
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