César Montoya


Dante en la “Divina Comedia” escribe sobre Leteo, el río del olvido que, curvilíneo, surca los bosques sombríos del infierno. Quien de su corriente beba, queda aturdido. Los espíritus curiosos que la prueban, soportan el desfile muerto de las horas y un hado negro regula esos tiempos sin memoria. El que viola los reglamentos del tártaro, el que saborea su líquido salado, entra en estado depresivo al descubrir que se encuentra entre una invisible comunidad quejosa. El vapor sofocante de los fluidos pestilentes, enerva el cerebro de esas ánimas que por estar sumergidas en los pantanos de Leteo pierden la noción del tiempo y el espacio. Ni siquiera cancerbero con sus ladridos puede atemorizarlos después de chapucear en los lagos podridos del averno.
Según Virgilio en “La Eneida”, un dios sacudió la frente del timonero Paliduro con unas ramas mojadas en el río letal, envolviéndolo en incontrolable letargo que borró lo que tenía almacenado en el recuerdo. Es alegórico el simbolismo de ese arrollo de la muerte que todo lo sepulta en las tinieblas de la nada.
Todos esquivamos el cementerio en donde se entierran cuerpos, pero los nombres, no. Desaparece la materia que se convierte en polvo. Cuánta carga de misterio y qué bagajes espirituales se acumulan en el patronímico a cuyo alero se proyectan las generaciones y se le da permanencia a los atavismos. Napoleón así resumió esa ficción: “La inmortalidad es el recuerdo permanente en la memoria de los hombres. Esta idea lleva a hacer grandes cosas. Más valdría no haber vivido que vivir sin dejar huella”.
Hemos mencionado a Paliduro. Era un remero experto para dominar el capricho de las olas. Mediante su pericia salvó la tripulación de Eneas, después de la destrucción de Troya, descargándola en las costas de los Cíclopes. Como boga baquiano en sortear las tempestades de los océanos, tenía la misión de poner a salvo los marineros en sus travesías por los combados oleajes. Según Virgilio, Sibila, pitonisa profética, lo halagó expresándole que si moría en las aguas estigias, su huesos serían depositados “bajo un túmulo, instituirán en él solemnes sacrificios, y aquel sitio conservará eternamente el nombre de Paliduro. Estas palabras calmaron su afán y ahuyentaron un poco el dolor de su triste corazón, complacido a la idea de que un lugar de la tierra había de llevar su nombre”.
Ahí, exactamente ahí, está el secreto del avatar humano. Superar circunstancias adversas, someter las olas y empotrarse sobre ellas, resistir los contratiempos, manejar verbos masculinos para encabritar el espíritu, conductas que enmarcan de heroísmos el trasegar por breñas hostiles. Y además, tener una estrella en el confín que corre linderos porque estos siempre están un poco más allá de las esperanzas. Esos posicionamientos hacen distingos. La recua marcha con los ojos clavados sobre el piso que trasiega, no se provee de bastimentos para eludir contingencias negativas. La asiste un aliento bonachón que todo lo relaja y desvalora. Ese es el marco genérico de las montoneras que se alimentan en malas despensas camineras.
Los libros sagrados enseñan que el camino del cielo está sembrado de cardos espinosos. Y el olvido se refugia, como una trampa, entre espesos matorrales. Ocurre que a las pasarelas de la historia se llega con el cuerpo macerado por el esplendor de las cicatrices. La gloria es triste decía Napoleón. El corzo inmortal, Bolívar que condecoró su cuerpo de callos como trofeos de sus marchas por montañas cerradas y que tuvo que probar el zumo venenoso de la cicuta por el odio de sus adversarios, y aquí, entre nos, el Mariscal Alzate que fue varón de dolores, que le tocó la mala suerte de ser un Sísifo, rutilan como astros en los templetes de la inmortalidad.
Todos acunamos ansias de trascender. No nacer y desaparecer como cuadrúpedos. Buscamos un no morir por la estela que se transforma en un repique continuo de nuestros nombres. El anonimato es el ataúd de los que jamás le dieron dimensión a su existencia. Hay un subfondo ambicioso que se rebela contra los signos fugaces. Los consentidos por los dioses buscan la perennidad de las estatuas. Shakespeare con legítima vanidad escribió: “Mis versos se leerán mientras hayan seres humanos que respiren y han de durar más que los yelmos de los tiranos y los sepulcros de metal”. Este dramaturgo, en vida, presentía el nicho de admiración que le reservaría la humanidad. Mirabeau, monstruo de la oratoria, ya agónico le recomienda a su amigo el Conde Lamarck que no tolere “que yo quede enteramente ignorado”. Le tenía pánico al olvido.
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