César Montoya


Juan Gossaín escribió en El Tiempo una crónica deliciosa sobre “las palabras más bellas, más largas y más curiosas de la lengua castellana”.
Es infinito el universo de las palabras. Desde el “hágase” de Dios para crear el mundo, hasta las locuciones corrientes que nos sirven para los diálogos normales, ellas coquetean en un jardín de inacabables floraciones. Sin el enlace de los coloquios nos moveríamos entre una montonera de sordos, apenas con mímicas confusas. Las palabras tienen jerarquía, voluntad de mando, salvan distancias, acarician cunas, cierran peregrinajes en los cementerios. Las palabras viven. Olfatean, son dinámicas, tienen la candorosa risa de los niños, fieras en las controversias, o apaciguan en los armisticios. Huelen. Tienen aromas en las nacencias, saturan de incienso las Semanas Santas, o son húmedas y con vapor vinagre cuando se aproximan a las tumbas. Se precipitan susurrantes como las cañadas, o son represadas por los diques, vencidos éstos por el desborde de los torrentes. Lloran. Se extrovierten en lágrimas en las tragedias o se transmutan en himno en los júbilos del corazón.
Es vibrante el idioma de las arengas. De construcción lacónica para soliviantar las entretelas sensibles de un ejército, excitan el orgullo, invocan historias, y finalizan con alfilerazos líricos. Napoleón y Bolívar fueron genios para estremecer los sentimientos patrios.
El literato y el orador manejan un carcaj preferencial de palabras. Existe una inconsciente familiarización, muy personal, que enjoya con el adjetivo y acierta en el ritmo musical de las distancias, cortas o largas, para el ensamble de las frases. Es el estilo singular que marca a cada escritor.
Para Juan Gossaín las dos palabras más hermosas del idioma son “árbol” y “agua”. Brevemente explica esa preferencia. El mismo interrogante puede ser trasladado a cada uno de nosotros.
Dos términos me embrujan: “armonía” y “trascender”.
Cuántas veces en mis introversiones he reflexionado que en la “armonía” se demuestra la grandeza de Dios. Un solo ejemplo, muy sencillo, explica este criterio: el ser humano. Una criatura podría carecer de orejas, o tener la nariz ubicada en las espaldas, etc. Pues, no. Los ojos tienen la misma órbita, siempre debajo de las cejas, encima de la boca, al lado de la nariz. No hablemos del misterio insondable del cerebro. Los médicos psiquiatras pueden montar cátedra sobre este centro de la vida. Cómo es de bella la “armonía” en la naturaleza. El copo estético del árbol, el verdor tranquilo de los prados, la sinfonía del agua, el paisaje nocturno de las estrellas.
“Trascender” es la otra palabra encantada. ¿Quién no quiere “trascender”? El padre en el hijo, el maestro en el alumno, las Altas Cortes con sus jurisprudencias, el sacerdote en la conducción de las almas, el pintor en sus paisajes, el músico en sus partituras, el poeta con sus libros. No morir en la mención de los humanos es una ficción que catapulta todo anhelo intelectual.
La intemporalidad. Palabra mágica, meta ambiciosa para “trascender”. Todos estamos marcados con una impronta, con un espíritu que trasmonta límites, liberado de matemáticas, inaprensible y soberano. “Para que me quiera la gente” escribía García Márquez. Otros buscan una estatua. Aquellos una calle que lleve su nombre. Todos quieren protegerse contra los desarraigos de la memoria.
Según “La Odisea” en el país de Itaca el puerto Forcis tenía una gruta con dos salidas. La primera, “accesible a los hombres”; la otra, la trascendente, era “el camino de los inmortales”, franqueada por los mimados de los dioses.
García Márquez habla en “Cien años de soledad” del “tremedal del olvido”. Con desengañado corazón, Napoleón decía: “Mi propiedad consistía en la gloria y la celebridad”. Y agregaba: “La inmortalidad es el recuerdo permanente en la memoria de los hombres. Esta idea lleva a hacer grandes cosas. Más valdría no haber vivido que vivir sin dejar huella”. El culto del nombre fue la pasión dominante de Mirabeau. Cuando en la súbita agonía el Mariscal Alzate dijo “soy un barco que se hunde con las luces encendidas”, estaba pensando en su pedestal.
“Trascender”. En esa palabra apuntalamos la quimera de permanecer vivos en el frágil recuerdo de los pueblos.
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