César Montoya


Para triunfar hay que tener alma rapaz. Sentir el impulso de un elan vital, ambicioso, no acorralable, con fuerzas interiores en permanente ignición. Triunfar es un verbo altanero, viril, que arropa vivencias múltiples. Para coronar con éxito hay que transitar primero por los desfiladeros de las horcas caudinas, beber cicuta, apretar itinerarios, padecer encierros antes de sentir el tintineo de la aurora. No se triunfa sin anticipos dolorosos, sin conocer los abismos del infortunio para, desde la hondura, reiniciar las programaciones. Fatigar es un verbo que no existe en la calistenia de los compromisos con el destino. Se batalla con palabras rocosas, ásperas, antípodas a los halagos hedonísticos. El combate tiene su propio diccionario. Hay que caer para sentir los timbrazos de las frustraciones y saborear la íntima fruición de quien resucita después de muertes pasajeras.
Theodore Roosevelt fue un hombre de gobierno, de pocas letras. Sin embargo suyas estas gráficas palabras: “No es el crítico el que cuenta, ni el que señala con el dedo al hombre fuerte en el momento que tropieza, o el que indica en qué cuestiones el que hace las cosas hubiera podido hacerlas mejor. El mérito recae exclusivamente en el hombre que se halla en la arena, aquel cuyo rostro está manchado de polvo, sudor y sangre, el que lucha con valentía, el que se equivoca y falla el golpe una y otra vez, porque no hay esfuerzo sin error y sin limitaciones; el que cuenta es el que de hecho lucha por llevar a cabo las acciones, el que conoce los grandes entusiasmos, las grandes devociones, el que agota sus fuerzas en defensa de una causa noble, el que, si tiene suerte, saborea los triunfos de los grandes logros, y si no la tiene y falla, fracasa al menos habiéndose atrevido al mayor riesgo, de modo que nunca ocupará el lugar reservado a esas almas frías y tímidas que ignoran tanto la victoria como la derrota”. Tiene hondo contenido este mensaje que promulgó Roosevelt en 1910.
Todo está circuido de tropiezos. Desde el nacimiento hasta la muerte el ser humano debe vadear el encierro de las fatalidades. Nada regala la vida, y para coronar una cuesta hay que arañar paredes, dejar cadáveres de cosas abandonados en las travesías, enterrar en el olvido interminables cadenas de fracasos. Hay que macerar el alma, acostumbrarla a los cilicios. La placidez afloja la dura textura de los propósitos, enerva las energías, anarquiza los derroteros. Como señala el expresidente americano, no es valiente el que maneja teorías y hace del verbo cátedra locuaz para descalificar al guerrero que en los Campos de Marte recibe palizas o las da. Hay que intervenir en las contiendas, hacer parte del ejército que dispara. La victoria queda simbolizada en una bandera en jirones que, después de las refriegas, se clava en la cima.
Aulo Gelio en las “Noches Áticas” cita la Ley de Solón que es pauta heroica en la hora de las confrontaciones: “Si algún objeto de discordia acarrea una sedición y da origen en la ciudad a partidos opuestos; si se enardecen los ánimos, corre el pueblo a las armas y se traba en combate, aquel que en medio de esta turbulencia pública no ingrese en uno de los dos bandos, y procure, retirándose, sustraerse a los males comunes del Estado, será castigado con la pérdida de su casa, de su patria y de sus bienes; además se le condenará al destierro”.
Los neutrales no toman partido. Dejan que otros se despedacen para estar -siempre- con el victorioso. Manejan perfumes indecisos, son pródigos en sonrisas, proclives a las venias. ¡Para qué las ideologías, estorban! Talleyrand, exclérigo taimado, preguntaba en unas elecciones “Quiénes vamos ganando”. Los tibios son acomodaticios, y cohabitan alternativamente con el calor y el frío. Escribió Tomás de Kempis en “La Imitación de Cristo”: “Porque no eres ni frío ni caliente estoy para vomitarte de mi boca”. Spengler hizo alusión a quienes tienen el “alma tullida”, pigmeos en todo. Eunucos en principios, sin sexo definido, contemporizadores y lisonjeros. Prototipos de una moral atrofiada. Hermafroditas contrahechos que requieren de muletas para mendigar pitanzas.
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