Carolina Martínez


Es un perro y lo trato como perro, me dijo mi amigo cuando llegué a hacerle visita y le pregunté si el perrito era el niño de la casa. Mi amigo es civilizado y sensible, y como hace mucho no lo veía, supuse que también gozaba del amor perruno como yo. Alcancé a pensar que lo que me quería decir con eso de que “lo trato como perro” es que lo consiente, le entrega su amor, lo lleva a pasear, lo alimenta, lo baña, le enseña, le habla y hace lo que pueda por hacerlo feliz. Si está consciente de lo que es un perro, creí, es que ha comprendido que son seres superiores a nosotros, por su amor incondicional, su lealtad más fuerte que su propio instinto, su corazón tan grande que ni ven nuestros defectos. Porque confían. Darían la vida por nosotros. No mienten. No saben de corrupción. No roban (solo comida). No juzgan. Sienten. Aman. Para ellos la vida es un juego. Pero también saben de tristezas y soledades.
Creo que mi amigo entendió que no entendí a lo que se refería y me aclaró: no le hago la primera comunión ni cosas de esas porque no es un ser humano. ¡Pues claro que no es humano, es mejor! pero no le dije nada porque si más de cincuenta años en este mundo no le han dado la sabiduría para saber que los animales son la especie más digna que habita este planeta, pues no lo voy a lograr yo con mis palabras porque éstas no alcanzan a describir la inmensa dicha que es conectarse con ese mundo animal donde fluye la vida en el amor y la certeza de que existen sentimientos verdaderos. Y porque estuve de acuerdo en que no hay que hacerles la primera comunión, ellos vienen sin pecado.
Pecado es lo que hacemos los humanos con los animales, que hayamos extinguido tantas especies, que los maltratemos y torturemos. Cazar es pecado. Abandonarlos a su suerte. Es un pecado no protegerlos y amarlos. A todos. Hasta a los cuervos, que no creo que le saquen los ojos a nadie después de criarlos, porque los animales saben quién los quiere. Ni a los buitres, gallinazos o chulos hay que menospreciarlos. Son hermosos, elegantes con su vestido negro y su cabeza en alto, vuelan y planean con la habilidad de un cóndor y nos hacen el gran favor de comerse la carroña antes de permitir que nos llene de enfermedades. Cumplen su misión a la perfección. Huelen desde el aire cualquier podredumbre que nos haga daño, y se alimentan de ella, y luego salen a volar como almas que lleva el viento. Siempre van juntos, se ayudan, se siguen, cada cual va por lo suyo y todos se respetan para poder volar libres y en paz. Todos los animales tienen una lección que darnos, y ni hablar de los gatos. Hay que aprender a abrir el corazón para recibirla con humildad.
Como estuvieron aquí antes que nosotros, es fácil deducir que ellos se inventaron la ternura. Y no sintieron la necesidad de aprender a hablar porque lo hacen con sus ojos. Y ni que aprendan porque ahí sí se tiran todo. Un día almorzando en un asadero campestre me quedé maravillada con un perro que estaba a mi lado sentado junto a su dueña sin inmutarse con la cantidad de carne que los humanos comíamos a su alrededor. No velaba, no se movía siquiera. Le pregunté a la joven cómo hacía para que fuera tan juicioso. Me dijo con una ternura casi tan grande como la del perro: le hablo, siempre le hablo. Antes de venir le expliqué que se tenía que quedar quieto y no podía comer nada porque veníamos a un restaurante de humanos, y él entendió ¿Tú no le hablas a tu perro? Pues no mucho, le dije. Hazlo, de verdad que es lo mejor, ellos entienden todo. Le contesté la verdad: estoy segura de que entienden, pero les hablo solo lo necesario porque el día que me contesten se nos acaba la relación.
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