Carolina Martínez


Lo que me gusta de ir a Bogotá es que cada vez que voy aprecio más mi vida. Esta mi vida en tierrita caliente. Y es que a veces se me olvida lo feliz que soy, pero en Bogotá me acuerdo, y desde que llego, quiero volver, aquí, a ser feliz. Y siempre me pasa, vaya a donde vaya, quiero devolverme. Debe ser la edad. Estoy llena de rutinas, mañas, cositas. Me gusta estar aquí, entre mis cosas, con mis delirios y mis vicios, mi cama, mi televisión, mi nevera, mis perritas, mis gaticos, mi piscina, mis matas, mi árbol. No paso bueno pensando en lo bueno que pasaría si estuviera en mi sitio, con mis cosas, en mis lugares comunes.
Llega uno a Bogotá de ventana abierta en el carro, cartera y celular a la mano y el alma en calma, y le toca cerrar la ventana, meter el celular en la cartera y esconderla debajo del asiento, y desconfiar de todo lo que pasa alrededor. Empiezan los vendedores a azararlo, los de los parabrisas a atacarlo con una botella de agua que suelta una espuma aceitosa y los ladrones a acechar los espejos retrovisores. Hay que darles monedas a todos. Y las monedas en la cartera y la cartera debajo del asiento y si me agacho a sacarla me pueden robar el carro. No sé cómo, pero con tantos métodos de atraco habrá alguno para el que estoy dando papaya. Voy advertida, por las redes sociales, de que no prenda los limpiabrisas si me echan un huevo en el vidrio, que no me baje si se me pincha una llanta, que acelere si alguien se tira encima del carro simulando que lo arrollé. ¡Ay carajo! timbra el celular, qué susto, está en la cartera, puede ser alguien preocupado de que yo ande por ahí sola en semejante peligro en estas calles, pero así lograra sacar el celular no puedo hacerlo, también estoy advertida de que no se puede usar en el carro pues le rompen la ventana para raponeárselo.
Me volví provinciana, montañera, casi boba. Qué cantidad tan impresionante de motos, de carros, buses, gente, filas de seres humanos que se meten donde ya no caben. Se ven en los buses con sus caras tristes aplastadas contra las ventanas, y entonces uno agradece ir en carro, pero qué inseguridad, yo ahí custodiando un vehículo que es blanco de robo para los atracadores más miedosos, y es que si fuera que se lo llevan y listo, se llama al seguro. No. Es que le roban años de vida, noches de sueño, sueños tranquilos. Ese mal momento lo envejece más que broncearse a las doce del día, que es lo más peligroso que hago aquí en Villeta, donde salgo a las diez de la noche caminando de mi casa a la tienda a conversar con mi amiga la señora que atiende, me tomo una cerveza y me devuelvo a las once por las calles silenciosas donde no hay sombras que acechan, aunque al principio las veía por todas partes, pues la paranoia bogotana nos acompaña siempre.
Lo único que se puede dejar a la mano son las monedas. Al darlas abrir solo un poquitico la ventana, aunque con mucho cuidado, porque si se le caen al suelo o le agarra con el vidrio una mano al indigente, es posible que le eche burundanga, y pilas con tocarle un dedo porque ahí puede estar untada, usted no la puede ver ni oler ni sentir pero lo puede matar o dejar secuelas en su cerebro por el resto de la vida. Qué estrés tan verraco, no sé si por eso o por ese aire seco o por la contaminación, llegué con más arrugas a mi casa. La piel ajada y ojeras. Lo que no me han sacado mis horas al sol me salió por ir allá tres días. Y presiento, que por el frío, me va a salir un fuego. Y si esta tragedia sucediera me dejará secuelas por el resto de mi vida, o por lo menos hasta que tenga que volver a Bogotá.
El uso de este sitio web implica la aceptación de los Términos y Condiciones y Políticas de privacidad de LA PATRIA S.A.
Todos los Derechos Reservados D.R.A. Prohibida su reproducción total o parcial, así como su traducción a cualquier idioma sin la autorización escrita de su titular. Reproduction in whole or in part, or translation without written permission is prohibited. All rights reserved 2015