Camilo Vallejo


La mala vida se ve buena de cerca pero de lejos es fatal. Parece ofrecerlo todo, pero solo es al principio. La verdad es que pasa el tiempo y al final todo lo deja saqueado. Nos hace creer que ganamos nosotros, que es por el bien de nosotros, pero de pronto un día nos damos cuenta que todo ha sido para el beneficio del patrón.
La mala vida es la historia privada de la corrupción.
La mala vida es la de los que venden el voto. Al principio les dan un pago cualquiera, a veces son apenas 50.000 pesos, que sumados todos los de la familia pueden llegar a 500.000. Entonces hay fiesta, sonrisas por sentirse más vivos que los vecinos. Pero pasa el tiempo y esa plata no alcanza. Ni para las vías en mal estado, ni para la precariedad de los servicios públicos, ni para los colegios derruidos, ni para el costo de la universidad, ni para las EPS en fuga. En nada, los 50.000 se esfuman, el Estado se deteriora y el patrón ahí.
La mala vida es la de los funcionarios públicos que consiguen el “puestico” después de negociar con el patrón. Al principio está la tranquilidad de un empleo, de un salario. Pero al final está la intranquilidad de hacer lo que tienen derecho a no hacer. Entregarle al patrón una parte del salario, mes a mes, como si el dinero o la vacante le pertenecieran. Conseguirle 20 o 30 votos para las próximas elecciones, para la próxima reunión, con nombre, cédula y puesto de votación de cada uno, siempre bajo la amenaza de perder el puesto en caso de no hacerlo. Prestarle el nombre y la firma para que se enriquezca y para que al final sea uno el que pague la cárcel. Nunca saber si se portaron bien y si alcanzará para que les renueven el contrato para el año que viene, para el mes que viene.
La mala vida es la de los empresarios que dicen saber el truco para quedarse con los contratos públicos. Al principio, nacen y crecen a punta de negocios con el Estado. Pero a largo plazo las comisiones que se le dieron al patrón suman pérdidas que ya no se pueden calcular. Son huecos en presupuestos que ya no dan, costos de oportunidad para solo quedarse con menos de lo debido, recursos que no se invertieron en hacerse mejor empresario.
La mala vida es la de los líderes locales. Les dan alas, les dicen que tienen madera, les patrocinan alguna campaña, hasta el patrón se toma fotos a su lado, para las redes sociales, para el pendón. Al final no les comparten el poder, no los dejan ascender, que porque les falta madurar, que porque no se prestan para lo que el patrón quiere, que porque el hijo, la esposa, el papá de no-sé-quién va primero en la fila. Al final entienden que el patrón no les tenía lealtad ni aprecio, apenas los veía como cargueros de su carroza.
La mala vida es la de esos periodistas que llegan a venderle al patrón su silencio, por plata o por publicidad, como si sus noticias fueran un bien intercambiable, como si no fueran un derecho para sus audiencias. Al principio creen que con eso garantizan su programa, su periódico, su página web y su sueldo. Al final, de un soplo, se encuentran ejerciendo otro oficio, de vendedores puerta a puerta, casi mendicantes, y cuando menos piensan han dejado de hacer eso en lo que habían sido buenos.
La mala vida es la historia privada de la corrupción, la de la gente, la que ocurre de las puertas de las casas para adentro. Esa historia privada vive de tres creencias erradas. Primera, creer que el patrón nos cuida cuando en realidad abusa de nosotros. Segunda, creer que es natural, buena, normal, cuando en realidad, cuando nadie nos mira, nos produce malestar. Tercera, creer que no existe otra forma vivir cuando no hemos intentado nada más.
Dicen que los corruptos tienen que caer, que los patrones deben desaparecer. Pues no es posible si los de la mala vida, que están cerca, que los han visto, no se sacuden el miedo a tumbarlos, a señalarlos, a denunciarlos. Y el miedo se quita cuando, reflexionando nuestra mala vida, alcanzamos a ver que el patrón no nos cuida, que la corrupción no es normal y que hay otras formas de vivir y de convivir con el poder.
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