Camilo Vallejo


Existe un riesgo al pensar el caso del gobernador de Antioquia, Aníbal Gaviria. Que entre tanto tuit, tanta entrevista y tanto titular se nos pasen de largo las lecciones que debería dejar en materia de contratación y lucha contra la corrupción. Que al final solo nos quedemos hablando del pantanero de siempre, entre las indignaciones de momento.
Es que somos buenos para hacer pasar por normal cualquier cosa, para hacer más abstracto lo que era incómodamente simple, para justificar en el mal menor o en el amiguismo. Buenos para ponerle capas a lo que de verdad confronta.
Es cierto que el caso de Gaviria se nos apareció ya envenenado por la forma como la Fiscalía General lo presentó. El proceso no se podrá quitar de encima el lastre de parecer una táctica del fiscal Barbosa para restarle prensa a sus bandazos en la investigación de la presunta compra de votos para la campaña del presidente Duque. Tampoco se quitará el peso de parecer una jugada engañosa en la que se quiere hacer pasar una captura excesiva, tardía y apenas preventiva como si fuera justicia definitiva.
Sin embargo, con Gaviria sí hay temas que vale la pena discutir. ¿Se podían ofrecer valores por anticipos -cuando existían- por fuera de los que se había planeado? ¿Cuándo es lícito añadir más obras dentro de un mismo contrato, con un simple otrosí, y cuándo es necesario hacer un contrato nuevo con licitación nuevo? (Recordemos el otrosí de la Ruta del Sol de Odebrecht) ¿Cuándo es lícito pactar adiciones y prórrogas por percances que eran previsibles y evitables en la planeación? ¿Es adecuado hacer adiciones a favor del contratista a pocas semanas de terminar el periodo de gobierno? ¿Es posible pactar adiciones sin una nueva póliza que les dé garantías?
Debates que hemos aplazado por esta costumbre tan nuestra de juzgar a un gobernante solo por el número de obras, de carreteras, de colegios y de puentes construidos. De nunca juzgar si la forma en la que los hizo fue la más cuidadosa con los recursos públicos. Parece parte de un afán por mostrar que el desarrollo es posible sin cuidar de lo público.
Gaviria es el resultado de medirnos en cantidades, en kilómetros, en áreas construidas. A Manizales le encanta medir así, porque le va bien. Pero no usamos ni un solo indicador que nos muestre si las obras públicas se planearon, o si costaron y se demoraron lo que se había planeado, o si las demoras o los costos de más podrían haberse evitado, o qué costos sociales debimos asumir para que contratistas y gobernantes se tomaran el tiempo y los recursos públicos que les diera la gana.
Solo para un ejemplo. En informes de auditoría recientes de la Contraloría de Manizales, sobre el hospital público veterinario, la glorieta de Castilla, el puesto de policía de La Cabaña y las obras en Liceo Isabel la Católica, hablan de vacíos en la planeación que llevaron a adiciones y prórrogas que se pudieron evitar. Hablan de haber contratado sin los estudios suficientes. Se suma a la ya conocida suerte de los puentes en La Autónoma y La Carola, donde la supuesta falta de previsión en los suelos y en los tubos del agua nos obligó a casi la mitad del tiempo de más y a casi la tercera parte de recursos adicionales.
El caso de Gaviria ratifica la necesidad de que las entidades de control hablen, que definan, no solo por él, sino que nos digan qué es lo permitido y qué es lo que no se puede repetir. Necesitamos decisiones que nos guíen a medir a nuestros políticos con otros indicadores, unos que muestren que a veces hacer mal cuesta tanto como no hacer. Entonces dejar de medir su transparencia con las encuesticas de qué tan amable, qué tan confiable, qué tan saludador es.
Pero mientras sigamos con entidades de control en silencio, dedicados a los titulares, seguiremos sin una idea mínima de qué tanto cuidado de lo público hay en el cuestionamiento a nuestros líderes. Seguiremos hablando de otras cosas cuando hablamos de Gaviria y de otros, de lo normal que es lo anormal, de lo complejo que es lo simple y de cómo se justifica el mal menor y el error del amigo.
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