Augusto Morales

Hay un protagonista casual u ocasional dentro del sistema judicial colombiano. Y digo casual porque su acción es relativamente esporádica en la actividad propiamente jurisdiccional; su previsión es de vieja data, del siglo XIX, pero su regulación parte desde 1969 con el Decreto 2204, con las modificaciones que se han introducido en distintas disposiciones. Su figura se torna imprescindible en la gestión de determinados asuntos, bien para lograr desempates (ahora muy raro), o ya para sustituir al juez en su función judicial por impedimento o recusación. El oficio lo cubren hombres y mujeres que son designados por las corporaciones judiciales.
Se trata de la institución del “conjuez”, representada en un profesional del derecho que se distingue por sus calidades intelectuales y humanas, y con sentido de servicio a la justicia. El conjuez tiene todas las facultades, derechos, deberes, responsabilidades y obligaciones que cualquier juez de la república, salvo el cumplimiento de horario de trabajo y remuneración, pero eso no lo sustrae o releva del deber de cumplir con los términos judiciales.
La función del conjuez es, hoy por hoy, una actividad prácticamente ad honorem, pues aunque las normas previeron para ellos una remuneración, como también lo dispuso el artículo 61 de la Ley 270/96, entre otras, en el 2019 se cumplieron cincuenta (50) años sin actualizar los escasos pesos a que tienen derecho por providencia que expidan o proceso que tramiten, los que no justifican su cobro, y el Estado, en coordinación con el Consejo Superior de la Judicatura, aún sigue sin hacer nada por retribuir su servicio, y aunque en el 2018 el Gobierno intentó expedir un decreto que recompensara la labor, nunca nació a la vida jurídica. Es una gran deuda que tiene el país con sus conjueces quienes deben cumplir, como mínimo, para hacerse merecedores a la distinción, los mismos requisitos del funcionario en propiedad frente al cual actúa, pudiendo incluso tramitar los procesos asignados en la jurisdicción en la que fue designado, e impartir justicia emitiendo la respectiva sentencia cuando haya lugar a ello, igual que cualquier funcionario judicial.
Con el trabajo, en ocasiones arduo, merecerían toda la colaboración de los empleados del despacho judicial del funcionario titular que ha debido entregar el o los procesos, lo cual tampoco siempre acontece, ayuda que debe darse protegiendo el principio de imparcialidad, que es precisamente la prerrogativa ética que se salvaguarda con el impedimento o la recusación que se ha aceptado.
Incorporados los conjueces a la labor judicial, al igual que cualquier servidor del ramo, tienen el deber de cumplir en lo establecido el artículo 153 de la Ley Estatutaria de la Justicia (Ley 270 de 1996) en lo que sea del caso, tales como realizar directa y debidamente las tareas que se le han confiado y respondiendo por el uso de la autoridad que le ha sido otorgada; debiendo así mismo guardar la reserva de los asuntos en que participa, aún después de haberse dejado el cargo. Como todo servidor público, tienen la obligación de denunciar cualquier hecho delictivo que observen en el respectivo proceso.
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